viernes, 20 de abril de 2012

Magnitud imaginaria, de Stanisław Lem


De entrada, Stanisław Lem muestra el hilo que guiará al lector a través de su extrañísimo libro Magnitud imaginaria (Wielkość urojona, 1973): hace un prólogo que habla del arte de hacer prólogos, y no sólo eso, además los asemeja a umbrales ricamente adornados por los que el lector podrá atravesar con el fin de encontrarse con el paisaje de la obra de la cual el prólogo habla… cosa que, sin embargo, no sucederá en Magnitud imaginaria, libro hecho de prólogos a obras que tienen la extraña peculiaridad de no existir. Entonces, Lem nos avisa: serán umbrales o puertas que llevan hacia la nada, ricamente adornadas, sí, pero hacia la nada, hacia una puerta cegada con ladrillos.

Y sin embargo, la descripción resulta tan escrupulosa que en algún punto uno lamenta que no existan las obras a las que se dirigen los prólogos, como el de Necrobias, en el que, tras largo proemio, se juzgan los excesos formales de los artistas contemporáneos al querer valerse de la muerte para inquietar al espectador, que desgraciadamente en ningún momento se siente conmovido con la perfecta representación de las entrañas humanas, salvo en el caso de Strzybisz, que más que las entrañas, se enfoca en mostrar los esqueletos, no en pinturas o grabados, sino en fotografías que, además, no funcionan con luz, sino a través de rayos x. El tema –y ahí también la estridente carcajada de Strzybisz– es el coito humano, o para decirlo con más exactitud, la pornografía. En el prólogo se exalta el humorismo cruel de las obras de Strzybisz, ya que las ridículas y desvergonzadas posiciones de los esqueletos, así como el aura insinuada de la carne y el cabello, dota a las imágenes de una patina de ambigüedad que oscila entre el descaro torpe y la candidez desvergonzada.

El siguiente prólogo, La erúntica, es quizás el más alucinante de todos debido a la minuciosidad con la que Lem describe la investigación llevada a cabo por el científico bacteriológico Reginald Gulliver (el nombre no es gratuito, como no tardará en comprobarlo el lector), que en un arranque de aburrimiento genera una idea que le parecería absurda a un puñado de dementes: enseñar la lengua inglesa a una colonia de bacterias a través del código Morse. No obstante, la metodología del estudioso no tiene nada de vesánico: conocida la capacidad de bacterias como la Escherichia Coli de adaptarse a las sustancias que la ciencia humana ha generado para eliminarlas, Gulliver hace que desarrollen, mediante miles de experimentos, la capacidad de comunicarse so pena de un exterminio masivo. Los resultados de sus experimentos, primero sumamente rústicos (hacer que formen una línea o un punto), con los años lo llevarán a la creación de generaciones enteras de bacterias tan desarrolladas como la E. coli eloquentissima, con la capacidad de comunicarse de forma escrita aunque con feas faltas de ortografía, la E. coli poetica, capaz de hacer versos métricamente perfectos aunque de mala calidad literaria, hasta la E. coli prophetica, capaz de ver con suma antelación (y además de consignarlo por escrito) catástrofes que pueden suceder a su propia comunidad o incluso a los seres humanos. Desgraciadamente, los avances de Gulliver se ven interrumpidos por su muerte, después de haber publicado La erúntica y justo en el momento en el que intentaba enseñar la escritura microbiológica a los bacilos del cólera.

El siguiente prólogo, hecho a la compilación en 5 volúmenes dedicados a la literatura bítica –que engloba todas la obras cuya procedencia no sea directamente humana–, nos muestra que ha llegado el momento en el que las máquinas son capaces de generar obras literarias sin que el hombre haya tenido nada que ver en la gestación. Es así que en cierto momento, una computadora, en una fase de «relajación» tras la traducción al inglés de todas la novelas de Dostoievski, logra escribir la novela La niña (Dievochka), que él nunca escribió, pero que encajaría perfectamente en sus obras completas. Y además lo hace con tal maestría, que "el eslavista John Raleigh describe en sus memorias el sobresalto que sufrió al recibir un ejemplar mecanografiado de la obra rusa". Es decir, Dostoievski nunca escribió La niña, pero el ordenador encargado de la traducción de sus novelas encontró, de forma relativamente fácil, una «laguna» en el corpus de la obra del escritor ruso, y La niña sería precisamente el eslabón «que faltaba». A partir de ese ejemplo radical, muchos temerán que el mundo se infeste de «obras maestras», que lo cubrirían todo como si fueran basura...

Finalmente, tenemos el prólogo y algunas páginas muestra de la Extelopedia Vestrand, que fue creada a partir de la pérdida de vigencia de la información en las enciclopedias comunes y corrientes, las cuales resultaban caducas en el momento mismo de imprimirse. Por ello, la Extelopedia Vestrand busca, mediante sus dieciocho mil computadores futurológicos, que su información (compuesta por noticias que sobrevendrán en todos los ámbitos de la cultura, la sociedad, la ciencia, las religiones, etc.; así como por palabras comunes, slang, frases, sintaxis y gramática de las lenguas que la humanidad utilizará en el futuro) se adelante a los hechos en varios años con una verosimilitud del 99.0879%, de tal manera que "no solamente prevé lo que pasará si ocurre algo, sino que, además, predice con gran exactitud qué pasará si eso no ocurre en absoluto".

Magnitud imaginaria no podría ser considerado un simple libro de ciencia ficción, ya que no busca la espectacularidad facilona que suele ser sustancial en la estructura de esa clase de obras. Al contrario, Stanisław Lem desecha ese lugar común y apuesta por una lluvia de cuestionamientos filosóficos que, a partir de la sistemática hiperbolización futurista y de un humor que arrasará con gran parte de las certezas de las que forman nuestra vida, llevan al lector hacia la exploración de las manías que han rondado a los seres humanos desde el momento mismo en que se percataron de la singularidad de su propio raciocinio. Una joya, para decirlo en pocas palabras.