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martes, 8 de enero de 2019

Hilarotragoedia, de Giorgio Manganelli




Paso la última, febril página, de este libro engañosamente corto, y aún no sé qué acabo de leer. ¿Es una autobiografía? No exactamente. No hay nombres ni lugares reconocibles. No hay personajes en un sentido estricto, ni siquiera lo que comúnmente conocemos como «situaciones dramáticas». Y sin embargo, tampoco puede afirmarse lo contrario, tan cercanos y al mismo tiempo, tan paradójicamente nuevos son los caminos hacia las profundidades más oscuras del alma, alma que Manganelli pareciera ir desnudando entre, al menos es la impresión que por momentos me causó, risotadas desamparadas, lo cual los vuelve, en caso de ser verdaderamente episodios autobiográficos, tenebrosamente melancólicos, en particular porque se refieren a lo experimentado en el plano de las emociones... ¿O tal vez son las confesiones más secretas de un agradable y elocuente misántropo? Podría ser, aunque el lenguaje siempre las vuelve más terribles y humorísticas de lo que probablemente serían si, en efecto, de unas simples confesiones se tratara, porque lo que se confiesa no es este o aquel pecado, sino la estructura y disposición del alma en el momento en que el pecado trenzó una cadena de pensamientos y sucesos y, de alguna misteriosa forma, articuló su metafísico significado... O quizás simplemente, como sugiere Italo Calvino, con evidente deslumbramiento por el eficaz y turbador artificio, este texto es un espectáculo representado en una construcción arquitectónica llena de dramáticos eclecticismos, en el que el lenguaje es tanto el protagonista como el escenario, la prestidigitación, la acrobacia, la propia construcción arquitectónica, la máscara y la verdad aún palpitante de una tragedia que busca, por todos lo medios, exorcizar los demonios que llevaron a una vida —que de otra manera no habría tenido mayor importancia— hacia los heroicos y lastimeros senderos de su propia derrota.

jueves, 7 de febrero de 2013

Amore, de Giorgio Manganelli

Advertencia: si usted está en pos de una novela de amor, con personajes que padecen encuentros y desencuentros, tristezas y alegrías, cantidades industriales de pasión, y todos esos elementos que suelen componer las historias de amor, de una vez le digo que Amore de Giorgio Manganelli no es lo que usted está buscando. No. De hecho, ahora que lo pienso, creo que sería muy difícil precisar cuál es exactamente el quid de este libro inclasificable. ¿Será acaso el lenguaje? Si usted, amable lector, ha leído alguna otra obra de Manganelli, sabrá que el escritor italiano es un consumado demiurgo de la palabra, capaz de generar y destrozar hipotéticos mundos en cada frase. Su prosa es el florecimiento delirante de las selvas, la abundancia ostentosa de los océanos, el intenso colorido que se puede exprimir a los prismas usando apenas un rayo de luz. Amore no es la excepción. Si buscáramos a un protagonista en ese cúmulo de frases e imágenes delirantes, tendría que ser el lenguaje, que parece nacer y morir en sí mismo, entre una bacanal de significantes y significados. ¿O será acaso el amor? El título no es gratuito, por supuesto, pero debemos tomarlo con un horizonte de expectativas mucho más amplio y heterogéneo que aquello que nos viene a la mente en cuanto escuchamos esa palabra. El amor para Manganelli no es la lógica culminación del deseo, ni el encuentro en el que los amantes se inflaman tras una larga y angustiosa espera. No, más bien está hecho de ausencia, de lejanía, de deseos insatisfechos, de recuerdos de momentos que pudieron llevar a dulces desenlaces y que, en cambio culminaron en escenas silentes, mudas, incluso desgarradoras, aunque el propio lenguaje pareciera desmentirlo todo a través de la ironía y sembrando al propio tiempo una serie de dudas, sin esperanza de convertirlas en certezas. No hay manera de entrar en alguna trama narrativa que guíe al libro por la simple razón de que ésta no existe. Por eso sería inexacto llamar novela a este texto. Amore es más un monólogo apasionado, una plegaria prosaica, una exploración policroma en la esencia del amor, una enumeración de sensaciones e imágenes que comparan al ser amado con elementos sublimes y escatológicos —o ambas cosas a un tiempo—, con situaciones en las que, entre otras cosas, la ternura y una especie de necrofilia parecen bailar estrecha y melancólicamente, un retablo estructurado con delicadeza y destrozado a fuerza de sarcasmo, un montón de pequeñas historias, o mejor, una aglomeración de embriones de historias que se hinchan y estallan como burbujas de jabón, sin razón aparente, y sin que importe gran cosa al corpus del libro. Todo ello en un escenario que siempre parece hecho de tinieblas, de una oscuridad hasta cierto punto viscosa. Además, al final del libro Manganelli nos obsequia una suerte de diálogo sofista/filosófico sobre el amor, el amante y el amado, en el que sale a relucir la tesis de que nadie posee aquello que ama y nadie consigue aquello que ama; es decir, el amor al final es la nada, por eso es que se encuentra por doquier, y todos, absolutamente todos los seres vivos —sin importar que sean "alimañas" como serpientes, alacranes o gusanos— tenemos eso en común precisamente: la incansable búsqueda del amor, de la nada...

lunes, 13 de diciembre de 2010

La ciénaga definitiva, de Giorgio Manganelli


Tras huir de una ciudad en la que sólo le aguardaban las llamas de una hoguera, tan alta como un elegante edificio, un hombre lleno de inconfesables culpas llega a un pueblo habitado por ladrones, asesinos, mujeres inmundas, viciosos de las calañas más despreciables y otras varias suertes de fauna nociva. Y allí se enterará, gracias a un viejo oculto entre las sombras, de la existencia de quizá el único lugar que podría acogerlo para conseguir reencontrarse con la tranquilidad anhelada, con el sueño y acaso consigo mismo: una ciénaga putrefacta, residencia de miríadas de insectos repugnantes, de vapores malsanos, aguas corrompidas y acaso de innumerables sepulcros para cadáveres de incautos que nunca supieron cómo esquivar su viscosa extensión y sucumbieron al tratar de huir de ella. Una ciénaga definitiva a la que es muy difícil llegar e imposible salir, en la que los límites serán tan difusos como su forma, en constante e interminable transformación, y en la que el día y la noche parecerán trenzados sin la lógica simétrica que suelen guardar para el común de los mortales, tal como podría suceder en la propia eternidad.

Y allí llegará el hombre, acompañado por un extraño caballo que representa a la perfección a la caballinidad, y que será fundamental para encontrar una casa plantada justo en el centro de la ciénaga, una casa que más parece un barco navegando entre la ductilidad de la ciénaga, construida quién sabe por quién, o quizá tallada en una misteriosa (y monstruosa planta) que dará al único habitante el poder de convertirse en rey de todos aquellos innumerables vasallos que reptan o trepan o se arrastran, mientras se multiplican y se alimentan en un frenesí de fornicaciones, muertes y cacerías. Y en esa casa, el hombre se entregará a una retahíla de elucubraciones alucinantes acerca de la ciénaga, hasta el momento terrible e inevitable en el que tendrá que vérselas con el propio espíritu de la ciénaga, esbozado entre los lodazales y aguas estancadas como uno de esos iconos que los antiguos solían grabar en majestuosas rocas.

Cuando la muerte sorprendió a Giorgio Manganelli en mayo de 1990, sobre su mesa de trabajo reposaba una de las últimas revisiones de La palude definitiva (La ciénaga definitiva), aunque dicho título no lo puso Manganelli, sino que se tomó de la vislumbre que el protagonista hace en el tercer capítulo. Es una de las más extrañas novelas que me ha tocado leer, ya que su trama se escurre a través de un lenguaje denso y fulgurante, en el que la imaginación, al igual que en obras como la magistral Dall inferno (Del infierno) o Encomio del tiranno (Encomio del tirano), se desborda en un vértigo de escenarios estrafalarios, maravillosos, terribles, no pocas veces escatológicos, pero en los que siempre el mayor protagonista es el propio lenguaje, capaz de engendrar mundos llenos de apasionante ironía, abundantes guiños a tradiciones literarias y un humor difícil de olvidar.