Mostrando entradas con la etiqueta Beckett. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Beckett. Mostrar todas las entradas

martes, 7 de mayo de 2013

Molloy, de Samuel Beckett



No. No hay forma de saber quién es Molloy. Él mismo lo duda durante sus cavilaciones. Podría ser él, pero también podría ser su madre, por ejemplo. Y es que ese hombre de quien sólo llegaremos a suponer una avanzada, muy avanzada, edad, discurre siempre entre la incertidumbre, entre cosas que pudieron ser, pero también pudieron no ser tal como las recuerda. ¿Y desde dónde las recuerda? Si la pregunta ronda los territorios de la metafísica, sería difícil asegurarlo: desde la putrefacción, si nos atenemos a sus palabras, tal vez desde la muerte, o quizás desde una vejez muy avanzada, tan cercana a la muerte que ya se podría confundir con ella, pero si nos atenemos a un espacio perfectamente delimitado, parece que sí hay algo semejante a una certeza: desde el cuarto de su madre. Y es que un mal día, mientras recorre las calles de la ciudad en su bicicleta, decide descansar “de forma obscena” a decir del oficial de policía que lo detiene, aunque continuará con su "regreso a casa" no sin antes atropellar a un perro y, para sorpresa del propio Molly, vivir algunos días con la mujer dueña del perro, quien lo cuidará, lo bañará y le dará ropas nuevas en algo que pareciera ser una especie de relacion amorosa. Sin embargo, un día huirá y decidirá regresar a casa con su madre, quien ya debe estar esperándolo. O quizás no, quizás ha muerto hace largo tiempo, tal y como él lo infiere:

«La muerte de mi madre, por ejemplo. ¿Había muerto ya cuando llegué? ¿O murió más tarde? Muerta para enterrarla, quiero decir. No lo sé. A lo mejor no la han enterrado todavía. Sea como sea, soy yo el que estoy en su cuarto. Duermo en su cama. Uso su vaso de noche. He ocupado su lugar. Cada vez debo parecerme más a ella. Sólo me falta tener un hijo.»

Pero las cosas se complicarán durante muchos días, empezando con sus pies, que poco a poco quedarán tullidos, hasta que la bicicleta le será inservible y tendrá que arrastrarse en ese "volver a casa" que se convertirá su vida. Así recorrerá un bosque durante varios meses, arrastrándose lastimosamente, no obstante, sin dejar de reflexionar, hasta que alguien lo encuentra y, presumiblemente, será quien lo lleve al cuarto de su madre, desde donde relatará sus extrañas aventuras.

En la segunda parte, una especie de detective privado de nombre Jaques Moran será comisionado para encontrar a Molloy. Nunca sabemos los motivos que impulsan a su jefe para emprender tal búsqueda, de hecho, uno se pregunta si por un sujeto como Molloy merecería la pena tal dispendio de recursos y esfuerzos, sobre todo al recordar que bien podría tratarse de una especie de vagabundo profesional. El caso es que Moran acepta la misión, aunque si somos fieles a la verdad, no le quedaba de otra, pero antes de emprender su infructuosa cacería, mostrará algunos rasgos de su personalidad: es un tipo un tanto pedante, adicto al orden, amante de las jerarquías —tal como demuestra a su propio hijo, a quien gobierna tiránicamente, y a su ama de llaves, a quien secretamente desprecia—, con un raciocinio perfectamente sistematizado y un humor casi inexistente, si bien sus peculiares aventuras parecieran regidas por un germen de extravagancia. Como al referirse a su encuentro con el sacerdote de su ciudad el domingo previo al comienzo de la búsqueda, o al explicar su grotesca forma de correr, gracias a la cual muchos se dejan dejan alcanzar por él, presas del espanto, o al relatar cómo su hijo lo abandona a su suerte durante la búsqueda del vagabundo, mientras él sufre dolores inexplicables en una pierna —curiosa semejanza con Molloy— hasta que logra volver a casa después de muchos meses de estar caminando a la deriva en el bosque, y muy probablemente con un raciocinio ya muy endeble.

Hay una buena cantidad de tópicos especulares (por especulares me refiero a que se reflejan en diversas partes de la novela) a destacar en Molloy, como en muchos textos de Beckett, pero me enfocaré apenas en algunos de los más evidentes: 

a) La danza de las identidades: la sensación de que Molloy y Moran bien podrían ser la misma persona, pero no gracias a una estructura novelística circular, sino más bien en espiral: pareciera que el final de la segunda parte se liga con el inicio de la primera, aunque también pareciera que para que eso sea real, tendría que haber un episodio perdido, algo que quizás nunca conoceremos y que sin embargo es esencial para que se dé la transmutación. Tanto Molloy como Moran parecen intercambiar sus identidades, si bien Molloy también parece intercambiar su personalidad con su propia madre. Por otra parte, casi todos los nombres en la novela parecen tener un germen de ambigüedad, lo cual genera un juego de espejos sumamente complejo. 

b) El sexo y la asexualidad: mientras Molloy confiesa que estaría mejor sin sus testículos, si bien en cierto momento confiesa haber tenido relaciones un tanto "ambiguas" con una tal Ruth o Edith, de quien nunca sabremos el género, Moran, por otra parte, teme constantemente que su hijo lo sorprenda mientras se masturba, ya sea en su cuarto, o incluso mientras está a merced de la soledad en el bosque. El sexo en Molloy carece de cualquier vínculo emotivo, es apenas un cúmulo de sensaciones nacidas de la necesidad física o un periodo ya perfectamente prescindible.

c) El hombre muerto: tanto Moran como Molloy en algún momento asesinan en el bosque a un hombre por motivos oscuros. Y sin embargo lo hacen como una especie de necesidad inexorable. 

d) Los dolores: Durante una buena cantidad de páginas, Molloy habla de cómo sus piernas fueron haciéndose inservibles hasta que su única posibilidad de movimiento estriba en arrastrarse. Por otra parte, durante la cacería, Moran comienza a tener unos dolores inexplicables en una pierna, lo cual le dificulta la movilidad, y de ahí nacerá la necesidad de mandar a su hijo a comprar una bicicleta, tras lo cual éste tomará la determinación de abandonar a su tiránico padre en el bosque.

e) Los nombres de las ciudades: según el hilo de pensamiento de Moran, Molloy es un ciudadano nativo de la improbable Bally, capital de Ballyba, mientras que él vive hacia el sur, en una ciudad significativamente llamada Shit, capital de Shitba. Ambos nombres podrían ser tema de un interminable debate si se analizan sus significados, ya que, por un lado, Bally podría ser el diminutivo de ball (bola, pelota, incluso cojón...) mientras que Shit... bueno, seguramente ustedes saben lo que esa palabra significa en inglés.

f) El desfile de personajes beckettianos: cuando el juicio de Moran parece dirigirse hacia la locura, se pregunta por los "moribundos" Murphy, Watt, Yerk, Mercier "y todos los demás", lo cual genera una vorágine metaficcional dentro del propio mundo de Beckett, y es que, no sé si forzadamente, pero quizás todos al final podrían considerarse el mismo personaje, visto desde un caleidoscopio de perspectivas muchas veces opuestas.

jueves, 9 de febrero de 2012

Fin de partida, de Samuel Beckett


Dos hombres charlan de cualquier minucia, menos de lo que quieren decir realmente. Son Hamm y Clov, amo y sirviente. El primero está sentado todo el tiempo en su silla de ruedas y es ciego; el segundo, está de pie todo el tiempo con su cara roja y parece odiar a su amo, de quien, sin embargo, no logra escapar, pese a sus constantes amenazas de abandono. Ambos son totalmente dependientes el uno del otro, y sin embargo hay un odio irracional que parece fluir bajo la apariencia de unos diálogos anclados en costumbres que, por el contexto, podrían carecer de sentido; por tanto, ese odio sería como una suerte de argamasa que logra unirlos a pesar de ellos mismos. En algún momento Hamm pregunta la hora, y Clov responde algo perturbador: es la misma hora de siempre. ¿Y cuál podría ser esa hora de siempre? La hora de la nada, aquella en donde el tiempo se podría arremolinar como en un desagüe.

Cerca de ellos hay un par de grandes botes de basura. Y ahí viven Nagg y Nell, los ancianos padres de Hamm. Ambos están tullidos y parecen sonámbulos. Así que es como si no contaran, aun cuando son capaces, como Nagg, de considerar que la infelicidad es divertida. Y si suponemos que Hamm y Clov son los últimos sobrevivientes de la humanidad –como algunos exégetas beckettianos se empeñan en creer–, todo adquiere un sentido aún más enloquecedor, porque entonces el afán de ambos por mantener las jerarquías sociales entre amo y sirviente, así como las costumbres que pudieron haber tenido en un mundo prolífico de seres humanos, se convierten en una triste e inútil farsa.

Quizás la sensación más persistente en ese tiempo sin tiempo, en ese espacio que parece no tener cabida en el mundo, es que todo ha terminado y que ninguno se quiere dar cuenta de ello. Y quizás por eso mismo el enigmático título de esta obra en un solo acto, publicada en 1957 y fundamental en el extravagante mundo de Samuel Beckett: Fin de partida. El juego de descoloridas acciones, pertenecientes a una cotidianidad que ya se vislumbra lejana, se irá perdiendo como trazos hechos en el agua, con el inquietante énfasis de que acaso ya todo esté perdido por siempre y sin que ello importe gran cosa. Las palabras que cada tanto brotan de Hamm y Clov, y que siempre parecen esconder algo turbio, cruel, en momentos irónico y repetitivo, tal como sucede en las pesadillas, al final desembocarán en un silencio estéril. Y los ancianos en los botes de basura esperarán a la muerte sin dramas ni aspavientos, como si esperaran un autobús que habrá de llegar sin letrero y sin una hora precisa.

Al final, el abandono que rondaba como un fantasma desde el inicio de la obra, tomará forma. Y lo único que restará por hacer es cubrir un rostro que de por sí es incapaz de ver. Cubrirlo tal como se cubren los cadáveres: con silencio y una manta blanca.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Esperando a Godot, de Samuel Beckett


No hay mucho que ver en esta obra en dos actos: apenas un par de hombres, muy probablemente vagabundos, en un paisaje casi vacío, salvo por un árbol esquelético. Los hombres son Vladimir y Estragon, que mantienen charlas acerca de sus botas, de sus problemas de salud o de algunas otras nimiedades. Están allí porque están esperando a un tal Godot, que tarde o temprano habrá de llegar. Sin embargo, nada se sabrá de este señor, ni de las relaciones que Vladimir y Estragon mantienen con él, y además, nunca aparecerá. El árbol (otro personaje quizás) sólo servirá para que coqueteen con la idea de ahorcarse, pero esa idea los lleva a otra cosa y esta a su vez a otra más, todas absolutamente carentes de importancia, acaso con el único fin de apaciguar el tedio:

Estragon –¿Y si nos ahorcáramos?
Vladimir – Sería un buen medio para que se nos pusiera tiesa.

En cierto momento aparece Pozzo, una especie de amo cruel que lleva atado a una cuerda a Lucky, un esclavo autómata e inesperadamente viejo que, instigado por la curiosidad de Vladimir y Estragon, bailará y proferirá algunas consideraciones acerca de la filosofía de George Berkeley, aunque barajadas con absurdas digresiones que, empero, servirán para que el tiempo siga su tediosa marcha, hasta que llegue Godot. Pero ya sabemos que Godot no aparecerá, tal como lo anuncia un chiquillo con aire asustado, aunque también les asegura que mañana sin falta estará allí, en ese mismo lugar.

Para el segundo acto, las cosas seguirán por el mismo sendero, aunque con sutiles diferencias. Estragon, por ejemplo, no recordará casi nada de lo ocurrido el día anterior, ni siquiera a Pozzo y a Lucky, quienes tendrán la particularidad de haberse vuelto repentinamente ciego el uno, y sordo el otro, y además, tampoco recordarán a su vez ni a Estragon ni a Vladimir. Así, el tiempo, desde el primer acto visto como un ente hasta cierto punto feroz e inescrutable, continuará como una encarnación del más absoluto tedio, incapaz de albergar esperanzas o algo que no sea monotonía, hasta que al final volverá a aparecer un chiquillo que les anunciará que Godot tampoco llegará ese día, pero que al siguiente de seguro aparecerá por allí, en ese mismo lugar.

Mucho se ha especulado acerca del significado de Esperando a Godot (En attendant Godot, 1952) a través de los años, desde quienes ven en Godot al propio Dios y su intrascendencia después de la barbarie que significó la Segunda Guerra Mundial, exégesis que el propio Samuel Beckett se empeñó en negar, hasta quienes visualizan lo que allí ocurre, que es básicamente nada, como una radiografía de la enfermedad de nuestro tiempo; es decir, la vida cotidiana como un absurdo en sí mismo, en el que hay que buscar algo que hacer para pasar el tiempo, porque de otra forma se puede caer en la cuenta de lo vacía que es en realidad la existencia, y se puede comenzar a coquetear con ideas socialmente inaceptables como el suicidio, o por lo menos la locura.