lunes, 14 de julio de 2008

Camino de perfección, de Pío Baroja



Fernando Osorio fue un niño prodigio. Daba la impresión de que mientras fuera creciendo, esa inteligencia suya se desarrollaría hasta cristalizar en la mente de un ciudadano modelo, que no podría sino contribuir al engrandecimiento de la España del nuevo siglo XX. Sin embargo algo sucedió, una oscura revelación que tenía que ver con algún acontecimiento familiar, pues aquella inteligencia se va precipitando en el desconcierto y en una obsesión un tanto morbosa por experiencias y objetos ligados a la muerte. Aparece entonces una indefinible desilusión y con ella también el vano intento por integrarse a la categoría social a la que pertenece, aunque esa pertenencia se deba más al linaje que al convencimiento. Con aquella desilusión a cuestas, aunada a un constante cuestionamiento espiritual, Fernando no tardará en ser presa de extrañas pesadillas (potenciadas por la relación incestuosa que mantendrá durante algunos días con su tía Laura, hasta llegar al deseo blasfemo de poseerla dentro de la propia iglesia), las cuales serán el detonante para escapar de su anterior vida hacia un viaje de purificación.
Y es justo allí donde me interesa detenerme un poco. Porque, a mi juicio, ese viaje que Fernando emprende con un objetivo, de alguna manera catártico, desde Madrid hasta Levante, durante el cual intenta superar sus desequilibrios anímicos y su indolencia, orientarse hacia la voluntad y la acción (con tintes que recuerdan bastante las ideas de Schopenhauer) y recuperar el perdido contacto con la naturaleza; ese viaje, pues, es también una alegoría en la que desfilan los símbolos que retratan la sociedad española de principios del siglo XX. Tales como la pobreza, la injusticia, la estupidez del poder (que suele caminar muchas veces de la mano de la impunidad), el descontento popular y los vicios del catolicismo, encarnados en los escritos de Ignacio de Loyola, a los cuales, después de leerlos, Fernando adjudica mucha de la pastosa anacronía de su país. Ahora bien, entre las vicisitudes de su recorrido, aparecerán personajes que dejarán diversas semillas de conocimiento en el alma de Fernando. Es el caso del alemán Max Shultz, quien le hablará de Nietzsche, aunque con una extraña interpretación personal, porque, a pesar de todo, Shultz se confesará un creyente de Dios. Además, será el acompañante de Fernando en la ascensión, tanto física como simbólica, de una montaña, en donde se mostrará como uno de los primeros aliados del protagonista. O aquel otro, el “Rey Lear de la mancha” como le llama a Nicolás Polentinos, el arriero que encuentra en camino a Madrid, quien le cuenta cómo al repartir sus pocas pertenencias entre sus hijas, sólo se ganó su desprecio, a excepción de la más pequeña, que curiosamente es jorobada.
En su viaje va regresando poco a poco a los lugares de la infancia y después de casi seducir a Adela, una joven de Toledo, decide visitar a una mujer que fue la causa de su huida de aquellos lugares: Ascensión, la cual está amargada por aquel suceso, cansada por su vida invariable y prematuramente envejecida. Finalmente llega a casa de uno de sus tíos y allí conoce a Dolores, una prima suya con quien terminará casándose y malogrando una primera hija. Y allí, en la voz de Osorio, Baroja propondrá la reflexión final, de tintes aún modernistas (o bien, aún con esperanza en el futuro), en la que asegura que todo lo que ha pasado, todo el viaje, ha contribuido a comprender su propia voluntad: sabe que es capaz de alcanzar lo que quiera sin necesidad de los abolengos, sino mediante la fuerza que tiene dentro de sí para determinar su camino.
Dos años después, se ve a Fernando con su segundo hijo, y en medio del alud de esperanza que vislumbra con esa nueva vida, promete una educación más cercana a la naturaleza, sin los obstáculos y el atraso que el catolicismo ha implantado a la sociedad española. Sin embargo, la ironía con que Baroja finaliza la novela nos sumerge nuevamente en la incertidumbre, pues a pesar de los deseos de Fernando de generar un cambio profundo para su progenie, se ve a su suegra poniendo una hoja del evangelio en la faja del bebé, simbolizando con ello que el hijo no podrá escapar nunca de su tradición católica.