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jueves, 27 de octubre de 2016

Liberación, de Sándor Márai



Para la Navidad de 1944 comienzan los últimos estertores de la guerra en Budapest, y eso significa que los rusos, en su avance rumbo a Berlín, someterán a la ciudad a un asedio de casi un mes. Un asedio minucioso, lleno de bombas de bajo tonelaje cuya misión será barrer sistemáticamente la presencia alemana de todos los rincones de la ciudad, como si estuvieran fumigando ratas. La población civil, atrapada en medio del campo de batalla, tendrá que buscar protección en cualquier rincón en donde haya posibilidades de salvar el pellejo, incluidos los sótanos de los edificios, en los que, hacinados, deberán compartir no sólo la oscuridad del espacio, sino hedores, carencias, angustias y desesperaciones. Eso y la vaga idea de la «liberación» que traerán consigo los rusos.

Entre todos los refugiados está Erzsébet, que acaba de conseguir un sitio para su padre. Lo dejó “emparedado” en el edificio que está frente al suyo, apenas cruzando la calle. Un refugio precario, pero también la única oportunidad que tiene de escapar a los fascistas que al principio buscaban las loas de un intelectual como él: matemático y astrónomo de renombre internacional, y que, al no obtener más que un silencio que mucho tenía de desprecio, ahora lo perseguían mediante los hermanos de la Cruz Flechada, inclusive en esos momentos en que, a todas luces, el Tercer Reich se desmorona sin remedio. Erzsébet tal vez lo ha salvado. Pero no se le ocurre creerse una heroína. Sabe que la prueba se endurecerá en los días por venir, cuando en la oscuridad del sótano se sientan los temblores y se escuche el escalofriante ritmo industrial de las bombas, casi como si se tratara de una fábrica, con horarios de trabajo y de descanso incluidos. Una máquina de guerra que cumple su misión con eficiencia.

Y apenas cesa la última bomba, regresa el patrullaje de los hermanos de la Cruz Flechada en busca de judíos o personas non gratas al Tercer Reich. Descubren alguno y de inmediato lo ultiman con una bala. Son capaces aún en esas circunstancias de ejercer su odio a sabiendas de que es cosa de días u horas para que los rusos se instalen y los conviertan a ellos en perseguidos. Si ya la novela había iniciado de golpe en medio de la angustia, poco a poco va creciendo en tensión, conforme la guerra se acerca a su fin, conforme la situación obliga a todos, incluida la propia Erzsébet, a una pérdida casi absoluta de dignidad. Y el momento tan anhelado en los refugios, la «liberación», llegará cuando los rusos, tras largas semanas de asedio, comienzan a invadir las calles con la infantería hasta lograr hacer suya la ciudad, todo ello simbolizado en un acto que le tocará protagonizar a Erzsébet contra su voluntad, y entonces se encontrará, antes de buscar a su padre entre los escombros y los cadáveres, con que su vida ha extraviado el significado, o al menos ha dado un giro sin vuelta atrás, y que esa libertad que ansiaba en los días del encierro estaba llena de cenizas y destrucción, mugre y polvo, vómito, sangre, sudor. Y lo más desolador: no sabrá qué hacer con esa libertad ni cómo alegrarse de que por fin llegó. 

viernes, 8 de mayo de 2015

Divorcio en Buda, de Sándor Márai



(Válás Budán, 1935)

La novela inicia con una extraña casualidad: Kristóf Kömives, juez de profesión, resulta ser el encargado de disolver el matrimonio de una pareja de conocidos de su infancia y juventud: el médico Imre Greiner, con quien cursó la primaria, y Anna Fazekas, a quien habrá visto apenas unas cuatro veces durante más de diez años y que, sin embargo, mantendrá en mente como un inexplicable embrujo. Esa es la entrada. Una casualidad que siembra una intriga. En los siguientes capítulos, los cuales significan casi la mitad del libro, un narrador omnisciente, típicamente decimonónico, se enfoca en describir a detalle el contexto histórico y social de la familia Kömives, en especial la línea masculina, y sus avatares en Budapest, así como la vida del propio Kristóf, a quien seguiremos desde la infancia, por lo que veremos la relación con su padre y sus hermanos, el momento en que conoce a la que será su esposa, y la inexorable forma en que unirán sus vidas y formarán una familia. Es decir, vivencias cuyo único objetivo es atar cabos con un pasado que, a mi modo de ver, ralentiza la trama, debido a que la mayor parte de ese pasado no influirá en el desarrollo posterior, y bien se habría podido resumir en menos de la mitad de páginas.

En la segunda parte Divorcio en Buda alcanza un registro vertiginoso. Una noche, luego de que los Kömives pasaran una velada anodina en casa de unos conocidos, en donde Kristóf se siente poseído por una extraña inquietud, al regresar a casa la criada les avisa que el juez tiene una visita: Imre Greiner. El médico, cuyo aspecto lúgubre sorprende al juez, insiste en que Kristóf debe escuchar su historia (una historia que además le concernirá a él mismo de forma directa), esa misma noche. Y así es como comienza a relatarle a un incómodo Kristóf, que ha «matado» a su mujer, de quien se habría de divorciar a la mañana siguiente... 

Con semejante declaración, la novela se desentume de golpe, da un vuelco de ciento ochenta grados, y de estar anclada a un soporífero contexto social de entreguerras típicamente burgués, se precipita hacia un desenlace que, inesperadamente, tendrá mucho que ver con algo metafísico, inexplicable, y por eso mismo, irresistible. Greiner relata su historia, la historia de un médico que subió en la escala social desde las simas más abyectas de la pobreza, guardando dentro de sí un extraño complejo de inferioridad que lo lleva a parecer una suerte de advenedizo. Habla de sus padres, un campesino y una criada, de sus estudios y, por supuesto, de Anna y su matrimonio «ideal». Una vez ahí llegamos a la esencia de todo: el misterio de su amor no completamente correspondido con Anna Fazekas, quien luego de años de un matrimonio que muchos veían como ejemplar, le confiesa que su verdadera razón de ser ha sido, es, y será el propio Kristóf Kömives, a quien apenas vio un puñado de veces... Sin embargo, Greiner no parece tan afectado por esa confesión, sino por el núcleo metafísico que va implícito en ella, es decir, sabe que su esposa ha amado a Kristóf desde que lo conoció, y que ha soñado con él en repetidas ocasiones, acaso llamándolo desde el subconsciente. Una tontería, sin duda, algo totalmente absurdo, irracional y hasta estúpido, claro, si acaso se mira sólo desde la lente de las frágiles certezas humanas... pero, ¿quién sabe? En la mente de Greiner un pensamiento martillea incesantemente desde la muerte de Anna, acaecida apenas unas horas antes, y el único que puede ayudarlo es el propio Kömives, quien deberá aclararle esa pequeña, pero delirante duda: ¿él también ha soñado con Anna en aquellos años?, ¿el también la ha llamado desde los sueños, desde esas remotas regiones cuyo acceso está totalmente vedado para él?, ¿acaso Kristóf ha estado en ese sitio donde tal vez ambos se han buscado sin cesar desde el principio de los tiempos? Más allá de los acontecimientos históricos que parecen precipitarse hacia una catástrofe (imposible no ver una suerte de profecía de la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo), el lector entiende que esa podría ser la diferencia entre una neurosis vulgar, y algo que podría sobrepasar todo lo que sabemos del entendimiento humano, pero, especialmente, de eso que sospechamos es el amor y la eternidad...