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miércoles, 3 de octubre de 2012

Un puente sobre el Drina, de Ivo Andrić


A principios del siglo XVI, el río Drina –que desde tiempos inmemoriales funge como parte de la frontera entre Serbia y Bosnia y Herzegovina– estaba situado dentro de los límites del imperio otomano. Cristianos ortodoxos, judíos y musulmanes convivían en una suerte de argamasa cultural, aunque la religión oficial del imperio era el islam. Y en aquellos días, una de las prácticas comunes era una especie de impuesto de sangre: soldados turcos recorrían la región para enrolar, de grado o por fuerza, a niños fuertes y sanos que pudieran servir al imperio. Así es como Mohamed-Pachá Sokoli, como será conocido después, es llevado a Estambul, en donde se hará musulmán, crecerá, se destacará ante los ojos de tres sultanes y llegará a ser gran visir. Pero en el camino hacia la capital del imperio se atravesará el río Drina, que en aquellos días sólo podía ser cruzado en un precario bote, manejado por Yamak, un hombre gigantesco de gran fuerza, pero que debido a su participación en diversas guerras, sólo contaba con un ojo, una oreja y una pierna. Mehmed Pachá se obsesionará con el paso del río porque su propia madre, desesperada, lo acompañará hasta allí y él recordará ese momento quizás durante toda su vida, al grado de que, una vez que se convierte en gran visir, decide construir un puente que cruzará el Drina y comunicará al imperio con sus posesiones más fronterizas.

Sin embargo, en aquellos días de 1566 en que comenzó la construcción del puente, pocos lo veían como algo bueno para la comunidad. Vichegrado (Višegrad), el pequeño poblado en donde se haría el puente, comenzó a padecer el exceso de gente que fue reclutada a la fuerza para trabajar en ello, la criminalidad e inseguridad creció, y eso sin contar a Abidaga, encargado de las obras y poseedor de un carácter temible e implacable. Así, cuando un campesino de Vichegrado comienza a boicotear las obras del puente, decide sin más contemplaciones empalarlo vivo para ejemplo de los futuros “valientes” que quieran retrasar la piadosa obra del gran visir. Y quedará en la parte más alta de tramoya que sirve para levantar el puente, a la vista de todos. Esta escena resultará una de las más grotescas y memorables de la novela de Andrić.

Después de cinco años de obras a buen ritmo, el puente del visir queda terminado junto con una kapia (especie de explanada doble, una de ellas con gradas, ubicada en el centro del puente, justo en la parte más ancha) en donde los lugareños pasarán el tiempo de distintas maneras. Y así el puente dará a Vichegrado un rostro completamente nuevo: el pueblo crecerá en las riberas del río, se convertirá en una ruta estratégica y comercial muy importante, y sobrevivirá a las pequeñas desgracias humanas sin apenas cambiar su aspecto: inundaciones, sequías, y el irrefrenable paso del tiempo. Será también el escenario de historias de amor fructíferas y desgraciadas, leyendas en las que El Maligno tentará a los incautos, e incluso en donde los más recalcitrantes juerguistas apostarán la vida y el honor. Sin embargo, cuando en el siglo XIX la dominación otomana comienza su lento debacle en los Balcanes y las insurrecciones serbias comienzan a ser más frecuentes, la kapia del puente servirá para colocar mensajes de las altas esferas del poder y las cabezas de los ejecutados, entre los que se encontrarán, como suele suceder, muchos inocentes.

El puente seguirá siendo un testigo silencioso de los acontecimientos que se irán desencadenando. Y así, cuando a finales del siglo XIX el imperio otomano retrocede ante el poderío del imperio austro-húngaro, los ciudadanos de Vichegrado comenzarán a experimentar las agitaciones sociales que desembocarán en los violentos acontecimientos de la Primera Guerra Mundial, en donde su columna central será destruida, después de que décadas antes se le hiciera un hueco para colocarle explosivos.

Un puente sobre el Drina está considerado como la obra mayor de Ivo Andrić. Y no de manera gratuita: la combinación entre hechos reales, leyendas y ficción dan a la novela el sabor entrañable de texto antiguo. Y cosa curiosa: aunque los protagonistas son el puente y la ciudad de Vichegrado, y no un personaje en particular, el desarrollo de la historia llevará al lector desde lo grotesco, hacia la ternura, de la superstición a la geografía, de los conflictos religiosos al amor, hasta desembocar en la inexorable estupidez de algunos de los acontecimientos más vesánicos con los que se inauguró el malhadado siglo XX.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Café Titanic (y otras historias), de Ivo Andrić


En Café Titanic (y otras historias), Ivo Andrić nos presenta siete relatos cuyo tema principal reside en una suerte de reivindicación de todos aquellos judíos que no tuvieron voz o posibilidad de expresar la inhumana persecución a la que fueron sometidos en los Balcanes, en especial durante las trémulas décadas que sacudieron la primera mitad del siglo XX, hasta los meses del exterminio final de 1941. Sin embargo, y a pesar del aire trágico que ya de por sí baña dichos acontecimientos, Ivo Andrić los hace pasar a través del tamiz de la ironía, con lo que el retrato de la estupidez se vuelve aún más grotesco, en cuanto se vislumbra que el motor que suele poner en marcha el fanatismo asesino es un odio irremediable hacia todo lo que rodea la vida de unos cuantos seres hundidos en la mediocridad, odio que incluso dirigen hacia sí mismos.

El punto de partida es “En el cementerio judío de Sarajevo”, más que un relato, una especie de elegía por los judíos sefardíes, que fueron expulsados de España en el siglo XVI, y que llegaron a las tierras de Bosnia pensando que allí podrían rehacer sus cotidianidades. Andrić parece recorrer las tumbas ruinosas, en las que queda la certeza de que “los cementerios también mueren”, rememora la lengua española que usaban entre ellos, salpicada de palabras serbias, y hace un breve inventario de epitafios. Finalmente se detiene en la destrucción de la primavera y verano de 1941, cuando, además del exterminio judío, el propio cementerio fue ultrajado por el fascismo reinante, cuya guía fue una “tenebrosa estupidez”.

En “El vencedor”, breve relato cuyo protagonista es David, el segundo rey de los judíos, Ivo Andrić explora la sensación de desamparo que pudo haberle traído la gloria en los momentos inmediatamente posteriores a su victoria sobre el gigante Goliat.

“Amor en la ciudad” es quizá el relato menos inspirado en la temática de reivindicación, ya que es más una instantánea del amor entre Rifka, una muchacha judía que de pronto despierta a la pubertad llena de belleza, llamando la tosca atención de los tenderos del bazar gracias a sus temblorosas ondulaciones, y Ledenik, un oficial cristiano de quien se enamora para enojo de su familia. El amor entre ambos crece como una rara flor en medio de la barbarie y suciedad de los habitantes de la ciudad. Y gracias a las prohibiciones, Rifka languidecerá y seguirá el destino de la Ofelia shakespeariana. Cuando el verano se vuelve intolerablemente seco y el río agota casi su cauce, muchos creerán que existe una relación con el destino de Rifka. Sin embargo el otoño llegará con fríos y lluvia, y nuevas doncellas entrarán al mundo de la pubertad, para beneplácito de los tenderos, con todas las vergüenzas y pudores que ello significa para las muchachas.

En “Una carta de 1920”, podemos ver uno de los temas centrales, no sólo del libro, sino de toda la obra de Andrić. A partir del casual encuentro en una estación de tren con un amigo de la niñez, Ivo Andrić explora las raíces del odio étnico y racial en una tierra “atrasada y pobre” como Bosnia, en la que viven apiñadas cuatro religiones que tiran cada una por su lado, elevando oraciones y maldiciendo cada una a su manera, y en la que es imposible permanecer ajeno (a menos que se quiera ser siempre un extranjero, y no pocas veces un mártir), ya que tarde o temprano se obligará al individuo a tomar partido para odiar y ser odiado como todos, en una forma de vida que sólo puede propiciar más odio.

El relato “Palabras” pone en contrapunto la capacidad de ciertos personajes, casi siempre vulgares, que hablan todo el tiempo sin decir nada, en una verborrea arrolladora, contra una pareja de ancianos anacrónicos que suelen practicar el silencio en todos los momentos de su vida, incluso cuando, a las puertas de la muerte de uno de ellos, pide al otro una palabra que le ayude a sobrellevar la angustia, tal como el sediento anhela una gota de agua en el desierto.

“Niños” muestra, además de la bárbara afición de ciertos chicos por apalear niños judíos, la incapacidad de uno de ellos por dejarse arrebatar por la violencia sin sentido, en particular cuando nota el gesto de espanto que desfigura el rostro del chico judío en medio de su huida. Sin embargo, esa incapacidad por albergar la brutalidad entre sus manos se volverá en su contra, ya que todos los demás chicos lo despreciarán y se burlarán de él por no haber logrado entrar al grupo del odio gratuito.

Finalmente, “Café Titanic”, el relato que da nombre al libro, es un registro de la vida de un judío paria desde poco antes de la persecución emprendida por los nazis en los Balcanes. Todo a partir del mísero Mento Papo, el manirroto dueño del Café Titanic, que deja escapar su existencia entre abundantes vasos de aguardiente, peleas con su mujer ilegítima, juegos de cartas y deudas tanto propias como ajenas. Cuando el “molino” nazi llega a las puertas del café, todos sus desarrapados clientes lo abandonan a su suerte y él mismo se adentra en un océano de miedo por el sufrimiento que podrían causarle. Por otra parte está Stjepan Ković, un irremediable fracasado que siempre ha creído merecer más de lo que nunca tendrá y que, en un intento por tener algo de poder, se une a los ustacha, básicamente un ejército de ladrones, asesinos y perseguidores de judíos. Cuando va en busca de un “jugoso botín”, da con el desvencijado Café Titanic, en donde su miopía existencial le impedirá ver frente a sí a un ser tanto o más desgraciado que él, a quien sin embargo, no dudará en descargarle todas las balas de su pistola cuando cree ser, una vez más en su mezquina existencia, el objeto de burla de alguien que se cree más inteligente que él.