viernes, 21 de febrero de 2020

Viajes con Heródoto, de Ryszard Kapuściński





Hace casi dos décadas, cuando empecé la lectura de Los nueve libros la historia* de Heródoto, creí que aquel sería un libro más bien serio. Un clásico, sí, pero de aquellos que suelen provocar más una silenciosa y solemne genuflexión que la inmersión en una experiencia con la que cualquiera se pudiera identificar sin importar que su lectura fuera más de dos mil años después. Jamás sospeché que su trascendencia estaría tan llena de un efecto que, poco a poco descubrí, era poco común en los libros: además de las deliciosas formas retóricas de la antigüedad, de la esperada descripción de gente y culturas diversas, de las actitudes notables de los gobernantes o anécdotas curiosas que echan luz sobre costumbres, imaginaba yo, tan ajenas a las griegas de entonces —aunque si alguien me hubiese preguntado, no habría sabido decir cuáles eran las costumbres griegas de aquel entonces, sino que lo afirmaría por el puro asombro que me contagiaba Heródoto—, además de todo eso, digo, la lectura fue adquiriendo altas dosis de adrenalina, en particular cuando advertí la fatal escalada en las Guerras Médicas, al grado de que, si hago memoria, son pocas las películas y los libros que han logrado producirme un nivel de excitación y adicción semejante. Recuerdo que mientras lo leía, iba siguiendo en un viejo atlas con mapas desplegables la ruta de Jerjes y su monstruoso ejército, capaz de secar ríos enteros a su paso, todo con el fin de sentirme más cercano a aquellas tierras, a los sucesos narrados... 

En fin. Todo un libro-experiencia. Tal cual. Y por lo que acabo de leer con Kapuściński, me doy cuenta de una obviedad: que a muchos nos ha sucedido igual durante los más de dos mil años que este texto ha estado vigente entre la humanidad. Sin embargo, Kapuściński agrega significaciones históricas: en la Polonia de su juventud, secuestrada por el totalitarismo comunista, aquel libro le parecía un conglomerado de alegorías a la política presente, con tiranos capaces de cometer sanguinarios crímenes para conservar o conseguir el poder, intrigas palaciegas, guerras absurdas, golpes y promesas del destino. Lo que entonces se veía como libros peligrosos, vamos. El libro será un gran compañero desde su primer viaje como corresponsal a la India, por lo que Heródoto se va convirtiendo en una especie de Virgilio para Kapuściński; las Historias se van trenzando con su recorrido por países de África y Asia durante la mitad del siglo XX, en donde verá levantamientos armados, tiranías, e incluso padecerá las angustias del crimen común. Según Kapuściński, en ocasiones estaba más inmerso en esa antigua guerra entre griegos y persas, que en el levantamiento armado que en esos momentos sucedía en el Congo Belga, donde cubría los hechos como corresponsal. El libro es adictivo, aunque quizás exageraba. Lo cierto es que la lectura le lleva a pensar que Heródoto es un mentor, el reportero primordial, capaz de viajar hasta los límites de su fuerza para ver con sus propios ojos a la gente y sus costumbres, y cuando no puede verlos con sus propios ojos, debido a la lejanía espacial o temporal, entonces abre sus oídos a las historias que otros cuentan, acaso compara las narraciones y busca la más creíble para pasarla más tarde por el tamiz de su pluma.

Un hombre empático y lleno de piedad. Así es como Kapuściński concluye que debió haber sido Heródoto. Y esa imagen, desconocemos si certera o equívoca, en su imaginario se alzará no sólo como el ejemplo paradigmático del reportero, sino del propio ser humano.

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* Mi ejemplar era una versión viejita pero bonita de los Clásicos Jackson, con la traducción de María Rosa Lida de Malkiel.