En Café Titanic (y otras historias), Ivo Andrić nos presenta siete relatos cuyo tema principal reside en una suerte de reivindicación de todos aquellos judíos que no tuvieron voz o posibilidad de expresar la inhumana persecución a la que fueron sometidos en los Balcanes, en especial durante las trémulas décadas que sacudieron la primera mitad del siglo XX, hasta los meses del exterminio final de 1941. Sin embargo, y a pesar del aire trágico que ya de por sí baña dichos acontecimientos, Ivo Andrić los hace pasar a través del tamiz de la ironía, con lo que el retrato de la estupidez se vuelve aún más grotesco, en cuanto se vislumbra que el motor que suele poner en marcha el fanatismo asesino es un odio irremediable hacia todo lo que rodea la vida de unos cuantos seres hundidos en la mediocridad, odio que incluso dirigen hacia sí mismos.
El punto de partida es “En el cementerio judío de Sarajevo”, más que un relato, una especie de elegía por los judíos sefardíes, que fueron expulsados de España en el siglo XVI, y que llegaron a las tierras de Bosnia pensando que allí podrían rehacer sus cotidianidades. Andrić parece recorrer las tumbas ruinosas, en las que queda la certeza de que “los cementerios también mueren”, rememora la lengua española que usaban entre ellos, salpicada de palabras serbias, y hace un breve inventario de epitafios. Finalmente se detiene en la destrucción de la primavera y verano de 1941, cuando, además del exterminio judío, el propio cementerio fue ultrajado por el fascismo reinante, cuya guía fue una “tenebrosa estupidez”.
En “El vencedor”, breve relato cuyo protagonista es David, el segundo rey de los judíos, Ivo Andrić explora la sensación de desamparo que pudo haberle traído la gloria en los momentos inmediatamente posteriores a su victoria sobre el gigante Goliat.
“Amor en la ciudad” es quizá el relato menos inspirado en la temática de reivindicación, ya que es más una instantánea del amor entre Rifka, una muchacha judía que de pronto despierta a la pubertad llena de belleza, llamando la tosca atención de los tenderos del bazar gracias a sus temblorosas ondulaciones, y Ledenik, un oficial cristiano de quien se enamora para enojo de su familia. El amor entre ambos crece como una rara flor en medio de la barbarie y suciedad de los habitantes de la ciudad. Y gracias a las prohibiciones, Rifka languidecerá y seguirá el destino de la Ofelia shakespeariana. Cuando el verano se vuelve intolerablemente seco y el río agota casi su cauce, muchos creerán que existe una relación con el destino de Rifka. Sin embargo el otoño llegará con fríos y lluvia, y nuevas doncellas entrarán al mundo de la pubertad, para beneplácito de los tenderos, con todas las vergüenzas y pudores que ello significa para las muchachas.
En “Una carta de 1920”, podemos ver uno de los temas centrales, no sólo del libro, sino de toda la obra de Andrić. A partir del casual encuentro en una estación de tren con un amigo de la niñez, Ivo Andrić explora las raíces del odio étnico y racial en una tierra “atrasada y pobre” como Bosnia, en la que viven apiñadas cuatro religiones que tiran cada una por su lado, elevando oraciones y maldiciendo cada una a su manera, y en la que es imposible permanecer ajeno (a menos que se quiera ser siempre un extranjero, y no pocas veces un mártir), ya que tarde o temprano se obligará al individuo a tomar partido para odiar y ser odiado como todos, en una forma de vida que sólo puede propiciar más odio.
El relato “Palabras” pone en contrapunto la capacidad de ciertos personajes, casi siempre vulgares, que hablan todo el tiempo sin decir nada, en una verborrea arrolladora, contra una pareja de ancianos anacrónicos que suelen practicar el silencio en todos los momentos de su vida, incluso cuando, a las puertas de la muerte de uno de ellos, pide al otro una palabra que le ayude a sobrellevar la angustia, tal como el sediento anhela una gota de agua en el desierto.
“Niños” muestra, además de la bárbara afición de ciertos chicos por apalear niños judíos, la incapacidad de uno de ellos por dejarse arrebatar por la violencia sin sentido, en particular cuando nota el gesto de espanto que desfigura el rostro del chico judío en medio de su huida. Sin embargo, esa incapacidad por albergar la brutalidad entre sus manos se volverá en su contra, ya que todos los demás chicos lo despreciarán y se burlarán de él por no haber logrado entrar al grupo del odio gratuito.
Finalmente, “Café Titanic”, el relato que da nombre al libro, es un registro de la vida de un judío paria desde poco antes de la persecución emprendida por los nazis en los Balcanes. Todo a partir del mísero Mento Papo, el manirroto dueño del Café Titanic, que deja escapar su existencia entre abundantes vasos de aguardiente, peleas con su mujer ilegítima, juegos de cartas y deudas tanto propias como ajenas. Cuando el “molino” nazi llega a las puertas del café, todos sus desarrapados clientes lo abandonan a su suerte y él mismo se adentra en un océano de miedo por el sufrimiento que podrían causarle. Por otra parte está Stjepan Ković, un irremediable fracasado que siempre ha creído merecer más de lo que nunca tendrá y que, en un intento por tener algo de poder, se une a los ustacha, básicamente un ejército de ladrones, asesinos y perseguidores de judíos. Cuando va en busca de un “jugoso botín”, da con el desvencijado Café Titanic, en donde su miopía existencial le impedirá ver frente a sí a un ser tanto o más desgraciado que él, a quien sin embargo, no dudará en descargarle todas las balas de su pistola cuando cree ser, una vez más en su mezquina existencia, el objeto de burla de alguien que se cree más inteligente que él.