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miércoles, 1 de julio de 2015

La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo, de Bohumil Hrabal



Tal vez soy poco objetivo cuando se trata de Bohumil Hrabal, uno de esos escritores que, a mi modo de ver, encarnan a la perfección eso que Walter Benjamin pone de relieve cuando describe las características del narrador en uno de sus más célebres ensayos. Hrabal es capaz de recopilar el habla popular y hacerla poesía a partir de las experiencias más pedestres, sin ese afán por intelectualizarlo todo, síndrome que ya se ha visto hasta la saciedad en obras que hoy son monolitos casi inaccesibles para los lectores poco avezados. 

En La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo, un niño que sólo aparecerá como personaje en un principio, a través de un episodio sumamente divertido en el que termina con un espantoso tatuaje en el pecho, nos narra la historia de su familia: la madre, poco maternal y con cierta tendencia hacia la frivolidad; el abuelo materno, iracundo e ingenuo, a quien era necesario otorgar un viejo armario para que lo destrozara a punta de hachazos cuando montaba en cólera, tras de lo cual quedaba invadido de serenidad; pero sobre todo la historia de su padre Francin y su tío Pepin, quienes trabajan —el primero como gerente y el segundo como obrero— en una fábrica de cerveza que funge como el centro neurálgico de dicha ciudad. 

La vida de ambos, vista desde la lente de lo simbólico, acaso representa una especie de metonimia de la identidad checa en los momentos más agitados del siglo XX centroeuropeo: el periodo de entreguerras, la Segunda Guerra Mundial y el comunismo (todo visto de una forma tangencial, como meros telones de fondo), ya que ambos fungen como antípodas uno de otro: Francin es un tipo sumamente amable, sensato, con una voz suave y amante de los misterios que hacen funcionar a los motores de gasolina; mientras que Pepin, con su gorra de almirante y su voz de tormenta aderezada de blasfemias, es capaz de adentrarse en las juergas más chispeantes en una casa llena de señoritas complacientes. Así, cuando ambos, en plena madurez resultan estar en medio de la dictadura del proletariado, desplazan sus personalidades en ciento ochenta grados y se «percatan» de que sus vidas se han perdido para siempre en la vorágine de los nuevos tiempos, con lo que comienzan una lenta e inexorable decadencia… 

Es posible que La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo no tenga la abismal sabiduría de Una soledad demasiado ruidosa o el aire de farsa melancólica que hace tan fulgurante a Yo serví al rey de Inglaterra (ambas verdaderas obras maestras), pero conserva latente ese estilo «entrañable» (por desgracia no sé si exista una palabra que aglomere mejor esa mezcla de ternura, ironía y filosofía acerca de ciertos detalles minúsculos de la existencia) que ha hecho de Bohumil Hrabal uno de los escritores más originales del siglo XX.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Una soledad demasiado ruidosa, de Bohumil Hrabal


Una soledad demasiado ruidosa (Příliš hlučná samota, 1976)

Haňťa es un viejo reciclador de papel. Lleva treinta y cinco años haciendo ese trabajo y se vislumbra haciéndolo hasta su jubilación, para la que, de cualquier manera, ya no le queda mucho tiempo. Treinta y cinco años de prensar papeles de todo tipo, desde libros desechados —entre los cuales ha visto innumerables obras maestras de literatura, filosofía, o de reproducciones pictóricas, por lo que se ha vuelto «sabio» a pesar de sí mismo— hasta sanguinolentos envoltorios de carniceros. Entonces acciona la máquina y lo comprime todo en un paquete homogéneo. Y sin embargo, él intenta convertir ése acto mecánico y cotidiano en una suerte de obra artística que, por otra parte, a nadie le interesa contemplar: suele colocar alguna página significativa encima del bloque y, al ser prensado, el paquete tendrá una personalidad única.

En el recuento de sus últimos días como prensador de papel, Haňťa relata sus dos historias de amor: Maruja, curiosamente asociada a la mierda —aunque al final la veremos como una inteligentísima mujer—, y una gitana que es lo más cercano al amor de su vida, y de la que aún se pregunta por su destino tras haber sido secuestrada por la Gestapo. Así, en su cuchitril —en donde bebe varias jarras de cerveza todos los días, aunque sin emborracharse, y en donde una espada de Damocles encarnada en casi dos toneladas de libros que se mantienen precariamente por encima de su cabeza— rememora algunos episodios de su vida, en los que busca significados que siempre terminan por escapársele, hasta llegar a su íntima vecindad con los ratoncillos del sótano, quienes, en una suerte de parábola de la existencia le mostrarán un destino al que él mismo desembocará cuando finalmente sea alcanzado por los nuevos tiempos, llenos de una despersonalizada funcionalidad comunista, la cual termina desplazándolo y mostrándole el anacronismo de su rutina, con lo que sabrá que su tiempo, y quizás una era, se habrán terminado para siempre. Y una vez que los nuevos tiempos le toquen el hombro, él sólo verá una salida honrosa para reivindicarse a sí mismo junto con sus recuerdos.

Pese a su brevedad —apenas 102 páginas—, Una soledad demasiado ruidosa es una novela abismal. La búsqueda de Haňťa, aparentemente sencilla, del significado de su vida da forma a un comprimido de risas amargas, sabiduría, amor y detalles de la cotidianidad vistos con la lupa de una prosa con apenas las pausas suficientes para paladearla con fruición. Definitivamente, una de las novelas más hermosas de Bohumil Hrabal.

lunes, 28 de octubre de 2013

Anuncio una casa donde ya no quiero vivir, de Bohumil Hrabal



A pesar del humor agrio, tabernero (debo confesar que en varias ocasiones me sorprendí a mí mismo estallando en risotadas dementes), el ambiente global de Anuncio una casa donde ya no quiero vivir (Inzerát na dům, ve kterém už nechci bydlet, 1965) tiene mucho de melancólico, como si una nube plomiza enturbiara la sangre de los siete relatos. Y es que en ciertos momentos se siente la sombra del comunismo, o más específicamente, de los campos de concentración, y entonces pareciera que ese humor agrio fuera en realidad un grito impotente por la libertad perdida en manos del invasor ruso, pero que a la vez se confunde con el hastío por esa máscara que se imponen a sí mismos los personajes —casi todos ciudadanos subyugados por el sistema—, en especial ése que todos llaman significativamente Kafka, y que podría ser también el alter ego de Hrabal. 

Todos los personajes pertenecen a los estratos bajos de la sociedad, son albañiles, peones y obreros metalúrgicos, reclusas de una cárcel de mujeres (una de ellas tan bella que, cuando se bañaba, todos los obreros la acechaban por los nudos de la madera empujándose unos a otros, cosa que quizás no pasaba desapercibida para ella, que los solía obsequiar con un turbador teatro de sombras), carceleros piadosos, tipos que blasfeman en una taberna mientras hablan de sus desgracias; personajes, en fin, que bien podrían fungir como arquetipos, aunque virados hacia la caricatura grotesca, como el Príncipe, el doctor en filosofía, el pequeño empresario, meseros, taberneros, y todos aquellos que normalmente forman parte de las estadísticas del fracaso.

Ahora bien, Hrabal no recurre a la estructura típica del relato (planteamiento, desarrollo y conclusión), incluso parece evitarla para centrarse en episodios que bien podrían fungir como capítulos de una hipotética novela, aunque tampoco ese parece ser el fin de los textos. Sin embargo, eso que podría ser un gran defecto en cualquier escritor primerizo, en Hrabal se convierte en estilo, ayudado, es cierto, por un lenguaje que urde metáforas deslumbrantes, si bien es cierto que el ritmo en ocasiones resulta apresurado —en particular en los relatos que abren y cierran el libro y que intercalan el monólogo con los diálogos— y en los que las anécdotas ínfimas se suceden vertiginosamente, como en una charla enturbiada por el aguardiente.

Por último un detalle que me llamó mucho la atención: la idea de la salvación, una constante en varios relatos y que puede aparecer en detalles aparentemente insignificantes: desde la compasión y amor por los animales, algo que también aparece en Yo serví al rey de Inglaterra, hasta la humanidad disfrazada de indulgencia que muestra un guardia hacia sus reclusas, socavando con ello al sistema para el que sirve, pero salvando su alma de las tentaciones del mal: algo que no cualquiera estaría dispuesto a realizar, cegado por las férreas reglas de un sistema político en el que casi nunca hubo cabida para la fraternidad.

martes, 4 de diciembre de 2012

Yo serví al rey de Inglaterra, de Bohumil Hrabal

En la Praga de entreguerras, Jan Ditie, un joven de catorce años, de escasa estatura, rubio y de aspecto bufonesco, comienza el relato de cómo "lo increíble se hizo realidad" en su vida, no a partir de las sentimentales experiencias familiares, como muchos pensarán de inmediato, sino cuando inicia su camino hacia la riqueza al obtener un empleo como humilde botones en el hostal Praga Ciudad Dorada. Lo primero que recibe de su patrón no es la bienvenida, ni tampoco un consejo, sino un tirón en la oreja izquierda acompañado de una orden: "¡Recuerda, no has visto nada, no has oído nada! ¡Repítelo!", acto seguido, su patrón le tirará de la oreja derecha y agregará "Pero grábate en la memoria que tienes que verlo y oírlo todo. ¡Repítelo!" Tras ese proemio, seguiremos sus aventuras –narradas con significativos guiños a la picaresca de siglo de oro español, o quizás al irrepetible Gargantúa y Pantagruel de Rabelais, o tal vez más certeramente a Las aventuras del buen soldado Švejk de su compatriota Jaroslav Hašek– como el momento en el que decide entregar su virginidad a un amor pagado, su consecuente adicción al sexo femenino, pero en particular a colocar flores y pétalos en las "barriguitas" y otras zonas de las chicas, su cada vez más creciente amor por el dinero, sobre todo cuando sorprende a uno de los clientes en el extraño acto de rendirle culto, y las felices orgías que millonarios y políticos de alto nivel desarrollan ante sus propios ojos. Así, al ver que los millonarios, pese al estigma que el mundo les ha colocado, gastan sus fortunas felizmente, decide que algún día será uno de ellos, y mientras tanto se divierte lanzando monedas de baja denominación a la calle para ver cómo las personas, sin importar su condición social, son capaces de encorvar la espina para conseguirlas. Y por eso, de ser un simple botones, asciende a camarero, a maître y finalmente a dueño de su propio hotel...  Ése, de hecho, parece el motor principal en toda su historia: llegar a ser el dueño de un gran hotel y así ganarse el respeto (no el cariño, el cual está lejos de interesarle) de los herméticos millonarios praguenses, quienes no harán otra cosa que despreciarlo. Pero antes deberá, no sólo aprender algunas máximas de quienes buscan ser millonarios, sino también adoptar posturas ridículas que hagan olvidar su baja estatura y su casi ausencia de cuello, conseguir los atuendos bajo medida que debe tener todo "gran señor", aprender a leer los deseos de los clientes –tal como le enseña el maître que sirvió al rey de Inglaterra– antes de que los conviertan en palabras, e incluso enamorarse de una mujer alemana de "raza pura" justo a tiempo para que todos sus compatriotas lo desprecien y lo estigmaticen con la tinta indeleble de los traidores, ya que mientras ellos eran ejecutados sumariamente por los nazis, él intentaba masturbarse sin éxito para ver si su esperma de «checo de mierda» podía preñarla y concebir a ese hijo que resultará aficionado a la extraña actividad de martillar clavos en todo momento y lugar. Pese a todo, Ditie es un gran lector de los acontecimientos presentes, y de esa forma sabe que los sellos hurtados a algún judío caído en desgracia lo convertirán de golpe en millonario una vez que la guerra termine, aunque para ello deba hurgar entre los escombros de un bombardeo y ser la afortunada víctima de un secuestro de la Gestapo, lo cual podría lavar su imagen ante sus compatriotas al convertirlo de golpe en un preso político. Pero con la llegada del comunismo a tierras checas y la subsecuente persecución de millonarios, Ditie hará lo posible para ser arrestado entre ellos y compartir así las extravagantes comilonas entre millonarios y vigilantes, aunque nunca conseguirá que dejen de despreciarlo y lo acepten muy a pesar de su fortuna. Y finalmente se apartará a un rincón en medio del bosque en donde comprenderá, acompañado de varios animales que lo seguirán a todas partes, como una extraña y variopinta familia, que la vida es mucho más que la persecución desenfrenada de la riqueza... Esa es la línea, trazada un poco al "carboncillo", que mueve a la fulgurante Yo serví al rey de Inglaterra de Bohumil Hrabal, novela en tono satírico, alegre, juguetón, pese a que cada tanto los diversos momentos históricos que sirven como anclaje al protagonista desembocan en desgracias o en episodios tan terribles que, si no fuera por el lenguaje y el tono un tanto hiperbolizado que se exprime de él, llevarían a esta obra maestra hacia los yermos territorios del drama o la tragedia, de los cuales, según yo, tenemos más que suficiente.