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viernes, 7 de agosto de 2009

El desfile del amor, de Sergio Pitol

Publicada en 1984 y galardonada con el premio Herralde de novela, El desfile del amor (cuyo nombre es un homenaje declarado de Sergio Pitol a la película homónima de Lubitsch) es el intento de ordenar una serie de sucesos que, desde la lejanía parecen orquestados por las mentes que alborotaban el mundo durante los primeros años de la década de 1940, en plena Guerra Mundial. El protagonista, el historiador Miguel del Solar, intenta ordenar un colorido microcosmos descubierto por azar en Inglaterra, a partir de una foto en la que aparece, en un mismo espacio físico, una extraña congregación de personajes: republicanos españoles, el mismísimo Trotski, reyes balcánicos, comunistas alemanes, agentes de servicios secretos de distinta ralea, comerciantes judíos, entre otros tantos insólitos actores de la historia; entonces decide emprender la búsqueda de una verdad, que irremisiblemente se le escapará, cuando intenta esclarecer un confuso asesinato perpetrado en un edificio en donde él vivió por algún tiempo durante su infancia, en la sui generis Ciudad de México de 1942.
El punto esencial de la novela es la imposibilidad de alcanzar la verdad hasta en un mínimo acontecimiento, porque después de que Miguel del Solar comienza a entrevistar a los personajes que en aquel tiempo estuvieron involucrados directa o indirectamente con el crimen, se da cuenta de que algunos parecen ser veraces en su relato, aunque siempre les queden cabos sueltos; algunos otros resultan bastante poco confiables y otros más, absolutamente falsos o ambiguos.
Va tras los testimonios de su tía Eduviges, una “mujeruca” arribista y jactanciosa que antepone siempre a sus relatos un tufillo de narcisismo trágico y ramplón, debido a que su hermano, una especie de conspirador, resulta ser uno de los principales hilos del misterio. Visita a Delfina Uribe, protagonista en el mundo intelectual de la época, que también resulta ser la madre de uno de los heridos la noche del crimen. Ella misma es quien dio la fiesta que más tarde derivó en el altercado. Escucha a su propia madre relatar una escueta versión de los hechos. Sin embargo, a cada momento descubre, después de cotejar sus indagaciones, que la mayoría de los entrevistados le han mentido, aunque no podría asegurar hasta qué punto. Su propia memoria infantil le juega bromas en las que la veracidad de sus recuerdos se pone en entredicho.
Del Solar sigue con las entrevistas. Descubre que Ida Werfel, una dudosa intelectual alemana, fue la involuntaria chispa que encendió el tropel de malentendidos de aquella noche de noviembre de 1942. Y todo a partir de una intertextualidad que resulta ser un guiño significativo por parte de Pitol: según las indagaciones del historiador, en aquella noche se hablaba de La huerta de Juan Fernández (comedia de equívocos de Tirso de Molina), de la picaresca del Siglo de Oro español, y de la extraña e inesperada relación que hacía la propia Werfel de aquella lejana literatura con algunas funciones escatológicas del organismo. Martínez, el ayudante del tío del historiador, una especie de matón y chantajista a sueldo, siente que la alemana está haciendo burlas de su vergonzosa enfermedad y le propina una paliza en plena fiesta ante el desconcierto general. Poco después, en medio de la alharaca, vendrían los disparos afuera del edificio en donde moriría un austriaco de apellido Pistauer y resultarían heridos el hijo de Delfina Uribe y otro sujeto que acentuará el tufo de malentendidos en el que discurre la novela: el enigmático Pedro Balmorán.
Ante el resquebrajamiento de las certezas, Del Solar empieza a sospechar la total banalidad de sus indagaciones. Y quizá la única verdad que descubre, en medio de aquel juego de disfraces, es que ese tal Martínez parece ser una especie de orquestador en medio de toda aquella procesión de personajes que no dejan de desdoblarse y mostrar una nueva cara, incluso contradictoria con las anteriores; es el comodín que encaja en todas las versiones que escucha. Y es a él a quien otorga el papel de “bastonero de oro” en el variopinto desfile del amor.

viernes, 26 de septiembre de 2008

El tañido de una flauta, de Sergio Pitol



Con El tañido de una flauta, publicada originalmente en 1972, Sergio Pitol inaugura su trabajosa trayectoria novelística. Es un texto que aún conserva mucho del lenguaje abrumador, dramático y un tanto oscuro que suelen exhalar la mayoría de sus cuentos. Y quizá lo más interesante en esta novela, antes que un estilo que todavía se vislumbra en ciernes, sea la propia trama: un juego de reflejos turbios en los que el arte y la vida se confunden, se dislocan, crean nuevos significados.

Carlos Ibarra es un viajero infatigable, un mexicano que después de vagabundear muchos años por el mundo, con el sueño siempre inalcanzable de escribir una novela, se va precipitando hacia una decadencia lenta pero inexpugnable, hasta que termina solo y hundido en la más sórdida miseria. Cegado súbitamente por esa realidad, va al encuentro de su propia muerte en un accidente de montaña, a las afueras de un pueblo ignoto de la costa de la entonces Yugoslavia.

Pero es justo en este punto en donde emerge lo más interesante de la novela, porque el narrador es un artista plástico, un pintor que empieza a tener cierto reconocimiento en el medio internacional, mientras que en México se queja de ser poco más que un don nadie, y que además se entera del final de aquel amigo lejano de manera oblicua e inesperada; es decir, a través de la película de un aclamado director japonés, que se exhibe en el festival de cine de Venecia, en donde el pintor forma parte de un grupo de mexicanos que ha cometido la impertinencia de exhibir una película infame. La historia que se cuenta en el film y aquella que el pintor conoce de primera y segunda mano coinciden en todos sus acontecimientos, salvo en algunos detalles que no aparecen en el argumento de la película.

Esa mezcla de realidades entrelazadas (la del arte y la de la vida), pone en marcha un tema que han tratado autores como Kawabata, en El sonido de la montaña , en donde el viejo Shingo de pronto descubre una escena que ya había visto años antes en un cuadro; o Borges en el cuento “Tema del traidor y del héroe”, en el que la realidad parece imitar inexplicablemente a la literatura. La trama de la novela de Pitol es un juego metaficcional entre diversos tipos de artes: la descripción de un evento ocurrido en la realidad por medio del cine, y el hecho de que esa misma realidad está siendo tratada por medio de la literatura.