A sus veinte años, el narrador sin nombre de esta novela es asignado como maestro de primaria en Castelnau, un pueblo ubicado a orillas del Beune que posee un extraño y casi encantador arcaismo para el foráneo. Su llegada, en una noche de lluvia encabritada y su posterior estadía en Chez Hélène, el único hotel establecido a la orilla del Beune, se verán perturbados por una visión sobrenatural al comprar cigarrillos en un estanco: Yvonne, una mujer entre los treinta o cuarenta años que será como una epifanía de la belleza y el ansia corporal de un solo golpe:
«No creo en las bellezas que se van rebelando poco a poco, a poco que nos las inventemos; sólo me importan las apariciones. Ésta me puso al instante pensamientos abominables en la sangre. Decir que era un bocado soberbio es poco. Era alta y blanca, era leche. Era algo amplio y copioso como las huríes en las Alturas; anchuroso pero estrangulado, con la cintura apretada; si los animales tienen una mirada que no desmiente sus cuerpos, era un animal; si las reinas tienen una forma propia de llevar erguida en la columna del cuello una cabeza plena pero pura, clemente pero fatal, era la reina. Aquel rostro regio iba desnudo como un vientre; y, en él, esos ojos muy claros que tienen, milagrosamente, las morenas de piel blanca, esa índole rubia secreta bajo el pelo de ala de cuervo, ese enigma que nada, si por azar posees a esas mujeres, ni los vestidos remangados ni los gritos, resuelve. Tenía entre treinta y cuarenta años. Todo en ella era conocimiento del placer, ese mismo, desde luego, en que suele pensarse, pero también ese otro que dispensaba a todos, a sí misma y a nada cuando estaba sola y dejaba de verse, sólo con apoyar las yemas de los dedos, volviendo un poco la cabeza, y entonces los discos de oro que llevaba en las orejas le tocaban la mejilla, mientras te miraba o miraba hacia otro lado, y aquel placer era agudo como una herida; lo sabía; lo llevaba con valor y con pasión.»
Y tras esa imagen definitiva, de inmediato Yvonne se transformará en una obsesión. El narrador estudiará su rutina, la seguirá por los campos de Castelnau, verá su rostro amoratado acaso por los golpes un hombre y descubrirá la vida de una madre soltera que se irá convirtiendo en una de las caras del polígono de la femineidad, cuyos lados restantes estarán encarnados por Hélène, la posadera de Castelnau y su aura de maternal señorío, y por Mado, la chica que visita al narrador y que le brinda la carne que no puede poseer en Yvonne.
Fuerza es decirlo: El origen del mundo (La Grande Beune, 1996) está quizás un par de peldaños por debajo de otros trabajos del propio Michon, como Señores y sirvientes o Vidas Minúsculas, en los que la elegancia de su prosa es casi un personaje más, o al menos una parte imprescindible dentro del cuerpo de los textos, pero sin opacar o dejar en segundo plano la anécdota que, a final de cuentas, es el punto de partida de todo estilo literario. En El origen del mundo la anécdota se va diluyendo en el denso fluido de la propia prosa, siempre delicada y arrebatadora, sí, pero al mismo tiempo tan tenue como si el dibujo estuviera hecho con tinta de niebla: cuando el narrador se va de viaje con Mado, el deseo por Yvonne se vuelve una especie de transparencia que se sobrepone a la realidad con Mado, la anécdota se exilia más a los reinos de lo mental y las posibilidades que acaso nunca cristalizarán. Por otra parte, aunque Michon es fiel a sí mismo y, tal como ha mostrado en anteriores novelas, hace del lenguaje una exploración constante y meticulosa, llena de inesperadas trayectorias e imágenes capaces de iluminar las páginas como relámpagos, en este caso, paradójicamente, a fuerza de deslumbramientos, la anécdota subyacente en la novela se vuelve oscura y casi diría nimia. Y entonces uno piensa, sin afanes de descubrir nada, que acaso el hilo conductor de El origen del mundo habría sido más adecuado para un relato que para una novela, por muy corta que ésta sea.