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jueves, 5 de diciembre de 2013

Herzog, de Saul Bellow

Moses Elkanah Herzog, doctor en filosofía por la Universidad de Chicago, parece tener una vida envidiable para muchos: erudito judío que ha publicado un par de libros considerados de culto, de mediana edad, bien parecido y con un futuro prometedor. Sin embargo, no todo es tan azucarado como parece. Y es que su segundo divorcio lo ha sumido en una profunda depresión. No por el hecho del divorcio en sí mismo, sino por las circunstancias que lo rodean: a su primera mujer, Daisy, la trató, según él mismo lo confiesa "miserablemente"; mientras que su segunda esposa Madeleine, intentó, y tal vez logró, manipularlo como si fuera un pelele.

Así, Herzog comenzará el recuento de los peores instantes de su vida a la par de una escritura mental de fragmentos aislados y aparentemente inconexos, mismos que más tarde se convertirán en cartas mordaces, inquietantes o sentenciosas que jamás serán enviadas, pero que desde un inicio Herzog sospecha que son un síntoma de la fragmentación o desintegración a la que tiende su vida, aunque al mismo tiempo parecieran el método —acaso involuntario— con el que intentará descubrir su propia esencia, o ciertos elementos que podrían contener algunas respuestas éticas o filosóficas que lo describirían tanto a él mismo como a la serie de situaciones que debe atravesar. Y en ese descenso "infernal" y tragicómico hacia su propia depresión, sobresale una viscosa autocompasión —cosa que ilustra en cierto momento Sandor Himmelstein cuando le dice: "[...] eres un auténtico tipo judío que ahonda en las emociones, cuando sufres, sufres de verdad”—, el rencor hacia todos aquellos que lo han traicionado, el recuerdo de sus fracasos (como profesor al que todos auguraban un gran futuro, como padre, como esposo, e incluso como ser humano), las reflexiones netamente existencialistas que intercala con su propia vida, ciertas cartas en las que ilustra su posición política, filosófica, social o literaria; su talante sentimental con la gente que quiere, la avasalladora ternura con sus hijos, los dolorosos recuerdos de sus padres —otrora aristócratas rusos y posteriormente paupérrimos emigrados al Canadá—, y los destinos variopintos de sus hermanos, con quienes mantiene un contacto más bien tenue.

La novela transcurre entre Chicago, Nueva York y Ludeyville (pequeño pueblo al oeste de Massachusetts), en donde se ubica esa finca en la que Herzog gastó toda su herencia, y que será tanto el escenario de su fracaso como de su probable renacimiento, donde se infiere que llegará finalmente el olvido de sus odios y sus rencores. Sin embargo, la novela también transcurre entre distintas mujeres: su madre, de quien guarda recuerdos que tienen relación con su doloroso egoísmo infantil; Daisy, su primera esposa y madre de su hijo y con quien parece tener remordimientos inconfesables producto de su propio comportamiento; Madeleine, su hermosa y fría segunda mujer, quien posee una "diabólica voluntad" y se divorcia de él de forma humillante en connivencia con Valentine Gerbasch; y Ramona, que representa la esperanza de un nuevo comienzo en su vida.

Por otra parte, también hay un continuo ir y venir entre personajes masculinos, entre los que destaca Valentine Gerbasch, el cojitranco amante de Madeleine y cuya principal característica es "querer ser" como Herzog o incluso mejor, aunque sus maneras rústicas e infantiles lo vuelven risible a los ojos del lector, si bien goza de gran éxito entre la comunidad cultural del Chicago; el doctor Edvig, psiquiatra de Herzog y enamorado de Madeleine (como casi todos aquellos que alguna vez fueron sus amigos), lo mismo que el abogado Sandor Himmelstein, quienes no dudarán en culpar de todo a Herzog con el fin de aparecer agradables a los ojos de Madeleine; y finalmente Asphalter, quizás el único amigo verdadero de Moses, con quien no duda en compartir confesiones y lágrimas. 

Al final, con Herzog (1964) Saul Bellow logra una cima en la que confluyen reflexiones en torno al "judío"en un país como Estados Unidos, lleno de gente mayoritariamente blanca y protestante; en relación a esa modernidad de posguerra de los años sesenta (sobre todo en cuanto a una burguesía no interpretada desde el marxismo, sino como una sociedad aficionada más que nada a la comodidad); acerca del ser humano como ente capaz de cometer errores, y sin embargo, conservar atisbos de esperanza, pero también en cuanto al estilo literario: una sustancia en la que caben anécdotas comunes (incluso pedestres), pero que, trenzadas con las reflexiones mencionadas más arriba —normalmente introducidas en sus estériles epístolas— y con ese humor agridulce que quita densidad al drama, logran convertir una historia común y corriente en una verdadera obra maestra.

martes, 18 de mayo de 2010

Son más los que mueren de desamor, de Saul Bellow


La admiración constante hacia su tío Benn Crader, eminente botánico de talla internacional, hace que Kenneth Trachtenberg, un oscuro profesor de literatura rusa que vive en el Medio Oeste estadounidense, emprenda la narración de la última crisis amorosa de su tío con Matilda Layamon, una mujer bellísima (“de rostro clásico y cabellos de jacinto”), hija del millonario y muy influyente doctor Layamon. Kenneth dibuja a Benn como un ser excepcional, “uno en un millón”, según sus propias palabras, ya que discurre por el mundo con una extraña ingenuidad, aunada a su muy notable inteligencia cuando se trata de plantas, con lo que lo visualiza como al padre que siempre quiso tener, desdeñando un poco al casanova con galanura parisina que en realidad funge como su progenitor y de quien parece una copia imperfecta físicamente, aunque conserve de él una cierta elegancia.

Benn, dentro de esas “ingenuidades”, nunca era capaz de eludir los requerimientos sexuales de las mujeres que atraía, y sucumbía a ellas no sin cierto desamparo, casi como un mártir, aunque, tal como sucede más de una vez, gracias a las constantes invitaciones a formar parte de congresos internacionales de botánica, conseguía huir cuando parecía que esas mujeres lo atraparían finalmente. Así, a excepción de Lena, su esposa muerta, sucede con Caroline Bunge, de quien huye cuando va a recogerla al aeropuerto; con Della Bedel, mujer de edad respetable que alguna vez llegara con Benn gritando lastimosamente a su puerta “¿Qué debo hacer con mi sexualidad?”; y con la propia Matilda, con quien se casa a espaldas de Kenneth, su sobrino y acaso mejor amigo, y de quien terminará huyendo después de que ella y su padre lo orillen a demandar a Harold Vilitzer, tío de Benn que alguna vez le birlara algunos millones de dólares al vender ilegalmente una propiedad de su madre, la cual más tarde se convertiría en la base de un imponenete rascacielos.

Pese a estar libre de rencores contra Vilitzer, Benn será obligado a hablar con él para exigirle una indemnización más acorde con lo generado por la venta del inmueble para así solventar el lujoso estilo de vida de su nueva esposa. Sin embargo, con ello quizás apresurará la muerte de su tío, la cual de todas maneras no estaba tan lejana, y adquirirá un remordimiento. Después de luchar infructuosamente contra su propio instinto, que siempre le aconsejaba mediante símbolos que le aparecían a través de cosas tan disparatadas como la película Psicosis de Hitchcok, una viñeta de Charles Adams o los hombros de Matilda, parecidos grotescamente a los de su propio padre, o incluso la separación demasiado grande entre sus senos, Benn huirá de su esposa, yéndose al fin del mundo, o mejor dicho, a una investigación de varios meses al polo norte, donde estudiará los líquenes y hará un comparativo con los del polo sur, que ya había estudiado previamente.

La relación entre Kenneth y el Benn, se reflejará sobre todo a partir de sus fracasos sexuales, pues mientras Benn huye de las mujeres que intentan atraparlo con el pretexto de sus investigaciones, Kenneth está obsesionado con Treckie, la madre de su hija, un mujer pequeña de estatura y de aspecto infantil, aunque curiosamente adicta al trato duro en los momentos del amor. Las reflexiones de Kenneth indagarán en los motivos para estar inexorablemente atraído por semejante mujer, y llegará a la conclusión de que padece una debilidad como la que sufriera Edgar Allan Poe; el ficticio padre Sergio, en el relato de Tolstoi; o el propio padre de Los hermanos Karamazov, en la novela de Dostoievski. Sin embargo, ella nunca querrá estar con Kenneth y siempre preferirá hombres menos eruditos aunque más salvajes en la cama, al punto de dejarle por algún tiempo a su hija para refocilarse tranquilamente con un instructor de esquí, que al final fungirá como su amante de planta.

Así, en la Son más los que mueren de desamor (More Die of Heartbreak), novela de 1987, Saul Bellow hace gala de un estilo deslumbrante en el que conviven un humor sazonado con unas gotas de jocosa misoginia y la heterogeneidad de las digresiones, que van desde la cultura popular estadounidense, la sexualidad como un motor, ya sea para la agonía o para la huida, y el boceto de lo que para el autor podría ser el genio, encarnado en el tío Benn, al cual muestra como un ser “puro de corazón” aunque incapacitado para afrontar las zonas más viles de la existencia. Gran opción para lectores exigentes.