El mundo de Andréi Platónov siempre parece ajeno a las grandes ciudades, si bien estas permanecen tras bambalinas, ya sea amenazantes, como una suerte de Cronos devorador de su progenie, o como el centro neurálgico del que emanan las inaplazables órdenes del comunismo. Y si bien ese mundo platonoviano es sobre todo rural en el entorno, ésta es sólo la capa más superficial, porque en cuanto nos adentramos un poco en las historias, de inmediato surge un núcleo profundamente filosófico, no tanto porque sus personajes reflexionen de tal manera durante la narración, sino porque sus actos llevan al lector a esa clase de cavilaciones. En el caso de la colección de relatos que conforman Dzhan, eso está llevado a un punto arquetípico, con personajes que intentan regresar a su perdida cotidianidad —o en busca de algún sueño trunco— luego de años de librar, directa o indirectamente, una guerra armada e ideológica, o imbuidos en la misión de llevar la felicidad del comunismo a todo el territorio ruso. Así, tenemos a una mujer que finge una gran enfermedad para que el marido, cuya misión comunista lo ha llevado a las provincias asiáticas de Rusia, regrese al menos un puñado de días con ella, que se desespera por no tener dónde verter todo el amor que le rebosa el corazón; o el hombre que regresa con su familia después de años de ausencia sólo para ver que sus hijos son pequeños adultos a su corta edad y que su esposa, abrumada por la soledad y las dificultades económicas, no ha tenido más remedio que sustituirlo temporalmente, uniendo su soledad con la de otro hombre que ha perdido a su familia; o ese otro que ha regresado al terruño solamente para poder cargar con el ataúd de su madre y cumplir los ritos de la región, como a ella le hubiera gustado; o aquel joven ex soldado que regresa también al terruño para casarse, pese a sus propias inseguridades, las cuales lo orillan a abandonar a su esposa creyendo que no es digno de ella, con lo que casi provoca una estúpida tragedia; o como sucede en el más extenso de los cinco relatos, el que da nombre al libro, en el que un joven originario de Dzhan, una zona esteparia —que cuesta llamar rusa—, ubicada al norte la antigua Persia, luego de ser abandonado por su desesperanzada madre, con las instrucciones de irse hacia algún lugar en el que no deba morir de hambre, con alguien que se pueda hacer cargo de él y le brinde alguna instrucción, y luego de varios años de vivir y ser educado en Moscú, regresa a Dzhan con el fin de llevar la felicidad a su pueblo por inapelables órdenes del gobierno. Sin embargo, resulta una orden muy difícil de llevar a cabo, sobre todo porque los escasos habitantes del pueblo, convertidos por la necesidad en una tribu nómada, han olvidado el deseo de vivir gracias a su extrema miseria, por lo que la labor comenzará desde un principio casi ancestral: la búsqueda de una tierra que pueda sostener la vida, la persecución de un rebaño de ovejas asilvestradas, la construcción de una aldea desde los propios cimientos, todo ello para encontrar la dignidad que ningún ser humano debería olvidar pese a la adversidad de las circunstancias. Así, los relatos deambulan entre regresos al terruño y misiones de llevar la felicidad del comunismo a todos los rincones de la patria; es decir, entre la melancolía y el absurdo. Muy a lo Platónov.
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lunes, 17 de junio de 2019
viernes, 26 de diciembre de 2014
Chevengur, de Andréi Platónov
Luego de la desastrosa participación rusa en la Primera Guerra Mundial y del par de revoluciones que generaron tanto una sangrienta guerra civil como el derrocamiento del régimen zarista y la imposición del gobierno bolchevique en buena parte del país, un puñado de campesinos y vagabundos, además de unos cuantos idealistas, emprenden la descabellada y minuciosa construcción de una utopía: el comunismo perfecto, ese que irremediablemente nacerá una vez que el proletariado alcance su más alto grado de pureza tras haber eliminado a los burgueses y exiliar a los elementos residuales de las viejas sociedades capitalistas, quienes podrían enturbiar sus bondadosas intenciones con sus costumbres blandengues y contrarrevolucionarias; todo ello en Chevengur, pueblecito perdido entre la inconmensurable estepa rusa y en donde los hombres, por un curioso efecto de «felicidad socialista», serán capaces de olvidarse de sí mismos y convertirse en ideas «hechas carne» el uno para el otro, hasta que las guardias blancas, aún no totalmente derrotadas, irrumpirán en su sueño con la violencia y fatalidad de una pesadilla.
Chevengur está dividida en tres partes, si bien dicha división no está marcada formalmente por capítulos, sino por una línea de tiempo —entre la primera y la segunda parte—, y por la búsqueda y adentramiento en la utopía de Chevengur— entre la segunda y la tercera parte. Así, las primeras páginas tienen mucho de transición entre un modo de vida aún decimonónico y la entrada en la modernidad tecnológica del siglo XX. Zajar Pávlovich es quien lleva sobre sus hombros el protagonismo de esta parte, la cual recorre tangencialmente las revoluciones, la Gran Guerra y la hambruna que asoló el territorio ruso en la década de 1910 y que resultó en una gran mortandad entre la gente pobre; este apartado culmina con el rescate que Zajar hace del pequeño Alexander Dvánov, cuyo destino habría sido la muerte por inanición. La segunda parte se enfoca en la relación «padre e hijo» entre Zajar Pávlovich y Alexander Dvánov, hasta que éste último se hace hombre y entra al partido comunista como funcionario de poca valía y se pone a buscar —acompañado por Kopionkin, quien le salva la vida— el socialismo puro, el cual, según su intuición, es probable que haya nacido de forma espontánea en algún poblado perdido entre el vasto territorio de la madre Rusia. Sin embargo, al no encontrar ese sueño hecho realidad, se separan y cada uno toma su propio camino. La tercera parte se pone en marcha cuando Kopionkin escucha acerca de Chevengur, un lugar que podría albergar el arquetipo del socialismo puro, según cuentan ciertas gentes con quienes ha intercambiado palabras y miradas suspicaces. Kopionkin acude, no sin recelo, y se da cuenta de que, en efecto, en Chevengur ha surgido un socialismo «puro» desde las propias entrañas del proletariado; es decir, en un pequeño pueblo ubicado al margen del mundo se ha llevado hasta las últimas consecuencias la idea de la utopía socialista, ya que los once habitantes que quedan, después de haber expulsado o asesinado "honradamente" a toda la burguesía, emprenden el sueño de abolir el trabajo y compartirlo todo, incluyendo a la miseria, así como a Klavdiushka, la única mujer que ha permanecido para alegrar los sentidos de los camaradas. Así, Kopionkin, Dvánov y los otros chevengureños vivirán allí olvidándose de sí mismos y buscarán la manera de huir a la tristeza que emana de la «perfección comunista» mediante absurdos e inútiles esfuerzos por generar una tierra prometida.
Sin bien en la novela seguimos los pasos de unos diez personajes, los principales son:
Sin bien en la novela seguimos los pasos de unos diez personajes, los principales son:
Zajar Pávlovich
Es un adorador de las máquinas y un estudioso de la técnica que ha logrado darles forma. Es capaz de crear e imitar cualquier artefacto de uso práctico luego de haberlo examinado desde todos sus ángulos. Sabe que la gente lista nunca ha traído cosas buenas, por eso desconfía de los gobernantes, gente listísima, en efecto, pero siempre acarreadora de desgracias para la gente común. Cuando funge como técnico de ferrocarriles encuentra azarosamente al pequeño Alexánder Dvánov, quien ha comenzado a mendigar por la hambruna gracias a que Prokofi —su hermano adoptivo, demasiado maduro, realista y endurecido pese a su edad— lo orilla recorrer los caminos del mundo con el noble y melancólico oficio de la mendicidad. Una vez que Zajar Pávlovich lo encuentra, gracias al propio Prokofi, un cambio se operará en su ánimo, ya que dejará de admirar a las máquinas por sobre los seres humanos y la piedad hará que adopte a Dvánov y además lo ame como si lo hubiese engendrado con sus propias entrañas.
Alexander Dvánov
Hijo de un pescador cuyo mayor logro en la vida fue aventurarse al fondo del lago Mútevo sólo para conocer la muerte de primera mano y, una vez saciada su incurable curiosidad, resucitar tranquilamente, cosa ésta última que, por supuesto, no logró. Ya como un huérfano más en la vastedad rusa, Dvánov es adoptado por una familia con varios hijos y, poco después, es orillado a la mendicidad por Prosha, el mayor de los hijos, una vez que en el horizonte se ven los indicios de una terrible hambruna que asolará a los ciudadanos más frágiles. Sin embargo, de ahí lo rescatará Zajar Pávlovich, quien lo cuidará con la misma abnegación que habría usado en un hijo constituido con su propia sangre. Con los años Dvánov se volverá un estudioso, un idealista, y posteriormente se afiliará al Partido Comunista, en donde se le encomendará la misión de explorar las vasta tierras rusas con vistas a instaurar el comunismo. Ahí se encontrará con el vigoroso Kopionkin, quien le salvará la vida y lo acompañará en una búsqueda de la perfección comunista tanto azarosa como inútil.
Stepán Kopionkin
Nómada fuerte, vigoroso, valiente, idealista e incapaz de hablar de forma fluida por más de dos minutos, recorre vastas porciones de corteza terrestre montado en su robusto caballo Fuerza Proletaria —una bestia más constituida para transportar en su lomo troncos de árboles que seres humanos y capaz de comerse la octava parte de un bosque joven por sí misma—, Kopionkin está a la busca del comunismo perfecto, ése que habrá de nacer por sí solo en algún lugar en el que los proletarios hayan conseguido deshacerse de la burguesía y así purificarse de sus contaminantes costumbres. Merced a su fuerza proverbial salva la vida de Dvánov cuando éste cae en manos de anarquistas amantes de los bienes ajenos y desde entonces ambos se hacen amigos y recorren las benditas tierras rusas en busca de poner en marcha, incluso mediante la fuerza, las enseñanzas de Marx y Lenin. Kopionkin está enamorado hasta la médula de Rosa Luxemburgo, y recorre los caminos con su retrato cosido en el forro de su gorra como una especie de estandarte en su cruzada contra los burgueses y falsos comunistas. Y como arquetípico hombre de acción, languidece y cavila sin rumbo cuando en Chevengur encuentra que ese sueño tan anhelado se ha convertido en una inactividad serena, melancólica e infértil, si bien el destino al final le concede una muerte digna de sus ideales.
Nómada fuerte, vigoroso, valiente, idealista e incapaz de hablar de forma fluida por más de dos minutos, recorre vastas porciones de corteza terrestre montado en su robusto caballo Fuerza Proletaria —una bestia más constituida para transportar en su lomo troncos de árboles que seres humanos y capaz de comerse la octava parte de un bosque joven por sí misma—, Kopionkin está a la busca del comunismo perfecto, ése que habrá de nacer por sí solo en algún lugar en el que los proletarios hayan conseguido deshacerse de la burguesía y así purificarse de sus contaminantes costumbres. Merced a su fuerza proverbial salva la vida de Dvánov cuando éste cae en manos de anarquistas amantes de los bienes ajenos y desde entonces ambos se hacen amigos y recorren las benditas tierras rusas en busca de poner en marcha, incluso mediante la fuerza, las enseñanzas de Marx y Lenin. Kopionkin está enamorado hasta la médula de Rosa Luxemburgo, y recorre los caminos con su retrato cosido en el forro de su gorra como una especie de estandarte en su cruzada contra los burgueses y falsos comunistas. Y como arquetípico hombre de acción, languidece y cavila sin rumbo cuando en Chevengur encuentra que ese sueño tan anhelado se ha convertido en una inactividad serena, melancólica e infértil, si bien el destino al final le concede una muerte digna de sus ideales.
Prokofi Dvánov
Compartió algunos momentos de la infancia con Alexander Dvánov cuando éste fue adoptado en su familia. De inteligencia pragmática, sabe que la adopción de Sasha sólo traerá más preocupaciones a su familia, de por sí destinada a perecer por hambre, por lo que no duda en arrojarlo en manos de la mendicidad y así dejar que construya su propio destino, si es que alguno le aguarda. Con los años su pragmatismo cínico se desarrollará acarreándole pocas recompensas afectivas y se volverá el ideólogo preferido de Chepurni, cuando ambos se embarcan en la desquiciada empresa de construir la utopía comunista en Chevengur. Sin embargo, Prokofi nunca está convencido del todo con el comunismo, sino que tiene la costumbre de remar siempre hacia donde sople el viento con la intención de adaptarse y beneficiarse, por lo que cuando todo parece ir viento en popa, comienza a construir una serie de sueños que, con el advenimiento del final de la utopía, se desbaratarán entre un paisaje de tristeza interminable.
Chepurni
También conocido como "El Japonés", debido a sus rasgos mongoles, es el jefe del distrito soviético de Chevengur. Chepurni posee un gran pragmatismo, si bien carece de una inteligencia que haga una buena pareja con dicho pragmatismo, y para eso se vale de Prokofi, su consejero, quien expone sus descabelladas ideas acerca del comunismo a sabiendas de que Chepurni no sólo las aceptará, sino que las ejecutará con un celo sólo explicable por su total ausencia de materia gris. Pese a todo, el alma de Chepurni no está dominada por la maldad, sino que está en busca siempre del comunismo perfecto, y por eso ordena y él mismo actúa en el honrado y reglamentario asesinato de las clases parasitarias (burgueses) y en la expulsión de la canalla residual (huérfanos, viudas, etc.), todo con el fin de que Chevengur adquiera una pureza proletaria que lleve a la felicidad común; además proclama al abnegado Sol como único trabajador permanente con el fin de abolir las actividades innecesarias para los ciudadanos de Chevengur. Así, todos pueden comer por igual los productos de la tierra y pueden solazarse en una ociosidad sin límites; abre las puertas de Chevengur a un puñado de vagabundos para que contribuyan al sueño comunista, e incluso su magnanimidad alcanza para consentir en la llegada de mujeres, a condición de que sean magras y con pocas sinuosidades, es decir, aptas para convertirse en camaradas más que en fuentes de deseo entre los hombres.
Andréi Platónov, que jamás pudo ver Chevengur en forma de libro (se publicó en Rusia por primera vez en 1988, casi cuarenta años después de su muerte), emprende con esta novela una alucinante obra maestra en la que conviven sin esfuerzo un desfile de personajes arquetípicos e inolvidables, el idealismo de una causa que tal vez sospechaba perdida, y un estilo impredecible que, como monstruo mítico, alberga rostros que deambulan entre la épica y la sátira, entre la poesía y el humor feroz, con un realismo que al mismo tiempo es capaz de albergar al más delirante absurdo, rostros todos ellos que confluyen en uno solo cuya melancólica mirada llegará hasta las pupilas mismas del lector con el tono y la entrañable sabiduría de las leyendas ancestrales rusas...
lunes, 17 de septiembre de 2012
La patria de la electricidad y otros relatos, de Andréi Platónov
No hay manera de entrar al mundo de Andréi Platónov (1899-1951) sin hacer una obligada referencia a la censura que sufrió su obra durante más de cincuenta años en la entonces Unión Soviética. Censura que le impidió un merecido lugar entre los escritores clásicos pero que lo dejó en el nicho de los escritores de culto, de quienes se suele hablar entre susurros admirativos por todos los padecimientos que tuvo que soportar. La patria de la electricidad y otros relatos, que Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores han editado con 19 relatos escritos en diversos momentos de su vida, es un abanico que muestra los temas recurrentes en la obra de Platónov: las utopías, los sueños que parecían acudir en bandadas con el nuevo régimen comunista y su realidad poco o nada ideal, la sencillez y la "pureza" del alma del campesino ruso, las vidas trágicas con alguna reivindicación de mayores o menores vuelos, el sacrificio personal para el beneficio común, o esos personajes que apenas se notan en la cotidianidad debido a su sencillez y humildad, pero que podrían ser vitales para que la sociedad no quede atrapada en un remolino de odios y locura estéril. El volumen contiene además un prólogo-panegírico de Natalia Kornienko y un apéndice con varias fotografías, cartas y documentos que otorgan un ángulo distinto a la vida y obra de Andréi Platónovich Kliméntov, mejor conocido como Andréi Platónov.
El estilo de los relatos, tan alejado de las corrientes de moda según muchos, serpentea a través de una extraña gama de matices: discurre desde el drama épico, no muy lejano de Tolstoi, como en “Yushka” la historia casi proverbial de un hombre incapaz de hacer ningún mal a nadie, silencioso y obediente y por ello mismo objeto de escarnio del pueblo entero, tanto de niños como de adultos y ancianos, que descargaban en Yushka la impotencia que la vida les servía a plato lleno; o en “Tormenta de julio” que describe el viaje épico de un par de niños a la casa de la abuela, a través de una furiosa tormenta que los sorprende en medio de un campo de centeno. Pero también muestra personajes desheredados, en ocasiones niños, que son rescatados en algunos casos por la revolución socialista, e incluso está la sátira irreverente, emparentada con el mejor Gógol, como en “Una casa de adobe en un jardín provincial”, pero en especial en “Las dudas de Makar”, relato este último que causara escozor en los años 1929 y 1930, a tal grado que poco a poco se convertiría en una de las principales razones para que Platónov fuera incluido en el selecto grupo de los escritores non gratos a Stalin, y por ende, al comunismo soviético.
¿Y cuál era el gran pecado de "Las dudas de Makar"? Sus dudas, precisamente. La alusión a la "gran inteligencia" de los funcionarios soviéticos, en particular Chumovói, que bien podría sugerir al propio Stalin, y el contrapunto con la insoluble “ignorancia” burocrática de Makar a pesar de ser un hombre de ciencia, que siempre busca "hacer", a través de la técnica, cosas que podrían servir al grueso de la gente. Makar decide ir a Moscú, en donde deben vivir los camaradas más inteligentes y donde, guiado por un sujeto astuto llamado Piotr, acude al manicomio para ser obsequiado con una gran comilona, tras la cual ambos planean acudir a las oficinas centrales del estado, en donde obtendrán el poder sobre los escribanos viles y deprimentes, ya que ellos han logrado lo que pocos: recopilar la inteligencia para resolver los problemas comunes de los ciudadanos comunes…
Un rasgo muy singular que me llamó la atención (aunque si pensamos que Platónov ejercía de ingeniero agrónomo como una actividad mucho más elevada en su vida que la literatura, todo se explicaría en cierto sentido): en buena parte de los relatos se respira un extraño e inusual amor por las máquinas, en las descripciones muchas veces lucen como seres vivos o personajes, lo cual me hizo pensar que no recuerdo a ningún escritor que hable con tanta sensibilidad de las máquinas, derivando de ello metáforas que, cosa curiosa, no lucen frías o forzadas, sino que elevan la imagen científica hacia una luz inesperadamente humana y cálida.
Así, La patria de la electricidad y otros relatos (cuyo feo título me hacía imaginar una caterva de líneas áridas y desafortunadas) es un atisbo inmejorable hacia los territorios desconocidos y fulgurantes de Andréi Platónov, quien al parecer irá recibiendo finalmente, después de más de medio siglo de obligado silencio, el reconocimiento mundial, ése que la inmortalidad otorga sólo a los más grandes.
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