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viernes, 1 de abril de 2011

La marcha Radetzky, de Joseph Roth


La breve historia de la dinastía de los Trotta fue producto de un momento de angustia: cuando Joseph Trotta, consciente de que si el joven emperador moría, gracias a que se mostraba flemática y estúpidamente sobre su caballo con unos prismáticos muy cerca de la línea de fuego en la batalla de Solferino, se perdería no sólo la batalla, sino también el estado, el imperio, y el mundo tal y como lo conocía; así que sin pensárselo dos veces salvó la vida del joven emperador Francisco José derribándolo de su caballo. De esa forma consiguió un balazo en el hombro, el grado de capitán, la orden de María Teresa –la más alta condecoración que podía obtener un militar–, y el título nobiliario de barón: ya no sería más el casi anónimo teniente de infantería Joseph Trotta, sino el capitán Joseph Trotta, señor de Sipolje: un ser poco menos que legendario.

Sin embargo, tras ese inesperado nombramiento, el capitán Trotta padecerá más bien inconvenientes: de ser un hombre sencillo con antepasados campesinos, de pronto entrará en contacto con el mundo de la aristocracia, en el que nunca se sentirá cómodo. Su propio padre verá en él a un ser superior y eso los separará tanto o más que la muerte. Se casará con una mujer aristócrata de salud frágil, y juntos concebirán un hijo al que llamarán Franz. Y a ese hijo, lo mismo que a su nieto –que no conocerá– las altas esferas del imperio les allanaran misteriosamente el camino.

El suceso de la batalla de Solferino habría quedado grabado en la mente de todos los ciudadanos del imperio de no ser por la propia honradez del capitán Trotta, quien tras verlo narrado fantasiosamente en el libro infantil de su hijo, se siente humillado y hace lo posible por borrarlo, al grado de pedirle al propio emperador que lo suprima. Después se recluirá en soledad en su finca por el resto de sus días, no sin antes impedir que su hijo se vuelva soldado o terrateniente, con lo que al final Franz optará por entrar al servicio del emperador desde las trincheras de la burocracia, como un funcionario modélico del gobierno, hasta que se convierte en jefe de distrito. Y salvo el episodio en el que Moser, el amigo pintor de Franz, hace el retrato del héroe de Solferino, Joseph Roth no abunda en detalles acerca de su juventud ni de su esposa, la futura madre de Carl Joseph.

Así, de pronto seguiremos los pasos de Carl Joseph, el nieto del héroe de Solferino, quien es encaminado hacia el ejército imperial desde su infancia, instigado por los sueños truncos de su padre. Cada tanto regresa al hogar paterno en el distrito de W., en donde los domingos pueden escucharse los ensayos de La marcha Radetzky, lo cual dota esos días de un sabor especial. Entonces padre e hijo siguen un solemne e invariable ceremonial durante las comidas, durante los breves paseos que hacen, e incluso durante las conversaciones que mantienen. Sin embargo, Carl Joseph está lejos de sentirse a gusto como soldado de caballería, pero no puede decir nada a su padre, el hierático y adusto jefe de distrito. Así que continúa su destino en silencio, obedientemente. La imagen del abuelo, el héroe de Solferino, actúa sobre su ánimo como una pesada sombra, ya sea para aprobar o reprobar las decisiones que irá tomando en su desdichada existencia.

Al poco tiempo se convencerá de que la muerte lo acosa desde sus días de juventud, cuando tras fungir durante algún tiempo como amante de la señora Slama, se entera de su muerte a través de su propio padre. Más tarde, también se sentirá responsable por la absurda muerte de su mejor amigo, quien defendía su honor y el de su disoluta esposa, a consecuencia de un malentendido en el que está mezclado el propio Carl Joseph. Así, el teniente Trotta von Sipolje se abismará en la melancolía y se refugiará en una lejana ciudad situada hacia oriente, a unos pasos de la frontera con Rusia. Ahí se entregará a una inercia de alcohol, deudas, una obligatoria y brutal represión contra los obreros del lugar y un amor sin futuro, hasta que casi logra ser expulsado ignominiosamente del ejército, cosa que su padre evita después de una trabajosa reunión con el anciano emperador. Y es que tal pareciera que el destino del emperador y los Trotta está encadenado desde el momento en que el héroe de Solferino salvó su vida, más de medio siglo antes.

Con su honor a salvo, Carl Joseph abandona el ejército y se convierte en paisano en cuanto la noticia del asesinato del heredero al trono recorre el imperio como un incendio. Cree haber encontrado la tranquilidad que siempre había buscado, y pese a que la tormenta de la guerra ya oscurece los caminos del futuro, parece que él la mirará sólo de soslayo. Pero no, al final se decide a luchar por el emperador, tal como hiciera su abuelo, aunque sin la gloria de éste. Logra morir de una forma bastante estúpida y anodina. Y al poco tiempo se precipitará también la muerte de su padre, la del emperador, la del propio imperio. Todo se desmoronará y de sus ruinas surgirá un nuevo orden mundial.

Cuando uno ve la cantidad de páginas que conforman La marcha Radetzky (Radetzkymarsch, 1932) no puede sino temer la posibilidad de invertir varias semanas en una novela cansina y tediosa, en particular porque el propio Joseph Roth acostumbraba escribir novelas de escasa extensión que, sin embargo, albergaban una gran profundidad simbólica y psicológica (El peso falso, Leviatán, Fuga sin fin, etc.), lo cual bien podría hacer pensar en que las novelas de largo aliento serían perfectamente prescindibles en su bibliografía. Sin embargo, la experiencia con La marcha Radetzky resulta entrañable desde las primeras páginas, en las que resalta una forma emparentada con ciertas novelas decimonónicas, en especial rusas; aunque también es cierto que el estilo de Roth no se detiene allí, sino que es capaz de mirar las trágicas vueltas del destino con un humor que las dota de niveles aún más vastos de significado. Al final uno siente que ha visto la decadencia no sólo de una familia o de una forma de ver la vida, sino de toda una época.

sábado, 26 de septiembre de 2009

La leyenda del Santo Bebedor, de Joseph Roth


Andreas Kartak es un vagabundo que duerme en cualquier lugar en que la noche lo sorprenda, sobre todo bajo los puentes diseminados a lo largo del río Sena. Una tarde, un excéntrico y bien vestido caballero le propone un trato: le dará 200 francos para que haga con ellos lo que quiera, a cambio de que cuando quiera pagar la deuda, se dirija a la estatua de la pequeña Santa Teresa de Lisieux, en la capilla de Sainte Marie des Batignolles. Aunque en un principio Andreas se rehúsa a aceptar el dinero, ya que no puede prometer devolverlo, al final da su palabra de honor que lo devolverá tarde o temprano.

Andreas ya no recordaba desde cuándo no veía 200 francos juntos. Y comerá como hacía mucho tiempo no lo hacía, se afeitará, comprará una cartera usada, beberá generosamente a la salud de su buena suerte y pensará incluso en bañarse, aunque sólo quedará en un pensamiento. Consigue trabajo para el fin de semana, y el domingo se dirige a pagar su deuda a Santa Teresa. Sin embargo llega tarde a la misa de 10 y decide meterse a un bistró frente a la iglesia. De inmediato se embriagará con absentas y olvidará la razón por la que estaba allí, aunque cuando sale, ve la iglesia y lo recuerda. Nuevamente va hacia la iglesia, pero entonces escucha una voz femenina que pronuncia su nombre. Es Caroline, después de mucho tiempo. Por ella había dado muerte al marido, por ella había ido a la cárcel. Aun así pasan el día juntos. Van a comer, al cine y después a bailar. Hace mucho que Andreas no iba a esos lugares y se siente extraño, incluso atemorizado por la presencia de Caroline. Como antes de ir a prisión. Por eso huye de ella por la mañana, de la misma forma azarosa en que la había encontrado. Y al notar que ya sólo le queda un billete de 50 francos y algunas monedas, empieza a darle importancia al dinero, como si siempre lo hubiera poseído en generosas cantidades. Vislumbra que los milagros han terminado y que regresará a su lento e inexorable hundimiento en el alcohol y la miseria, en la errancia. Resignado, de pronto abre la cartera que había comprado y allí encuentra el siguiente milagro: un billete de 1 000 francos.

Y la cadena de milagros continúa: se encuentra con un antiguo compañero de colegio, quien ahora es un afamado futbolista, y éste, al ver los andrajos de su amigo le regala un par de trajes magníficos, así como una noche en uno de los hoteles más exclusivos de París. Allí Andreas ve a una apetitosa señorita que resulta ser bailarina y siente que los milagros continuarán en la habitación de ella, tal como en efecto sucede. Pasa con ella todo el viernes y el sábado, y el domingo va a pagar su deuda con la pequeña Teresa. Nuevamente llega tarde a la misa de 10 y vuelve a entrar al bistró de marras. Se da cuenta de que de los 1000 francos ya sólo le quedan 250, con lo que deduce que la chica le robó, pero no le da mucha importancia al asunto. Y así, cuando escucha las campanas de la misa de 12, se dirige a la iglesia, pero entonces choca con Woitech, un sujeto que conocía de sus días de minero. Cuando le confiesa que va a pagar una deuda a la pequeña Santa Teresa, Woitech le pide prestados 100 francos para evitar la cárcel. Andreas le da 200 y comprende dos cosas: que tampoco ese domingo pagará su deuda y que Woitech en realidad no necesitaba ningún dinero, porque enseguida lo invita a beber toda la tarde con el dinero de Andreas y posteriormente se quedan hasta el martes en un lugar lleno de señoritas complacientes. Con apenas 35 francos se dirige a los puentes del Sena, en donde vuelve a encontrar al caballero de los 200 francos. Éste no lo reconoce y le vuelve a otorgar 200 francos para que, cuando los quiera pagar, lo haga a la pequeña Santa Teresa de Lisieux. Y allá irá el domingo, después de dilapidar el dinero en comida y bebida. Por supuesto, llegará tarde a la misa de 10 y entrará en el acostumbrado bistró después de que un policía le diera un monedero con 200 francos, creyendo que Andreas era el dueño. Allí estará también Woitech, quien nuevamente tratará de sonsacarlo después de apurar varios vasos de absenta.

Pero de pronto entra al bistró una jovencita vestida de azul celeste y se sienta justo frente a Andreas. Él la confunde con Santa Teresa y le agradece por buscarlo ella a él, en vez de que fuera al revés. La chica está atemorizada por haber sido abordada por un sujeto ebrio y poco menos que indigente, y le ofrece 100 francos para que se aleje de ella. Acaso colmado por la cantidad de favores y milagros, Andreas se desmaya y al poco rato muere en la capilla de Sainte Marie des Batignolles, no sin antes murmurar: “Señorita Teresa”…

La leyenda del Santo Bebedor, escrita por Joseph Roth poco antes de morir, en 1939, pero publicada póstumamente, es una de esas alegorías modernas que pueden embonar en casi cualquier situación social. Un hombre entregado al vicio y la miseria, de pronto tiene una oportunidad de reivindicarse ante sí mismo y ante la sociedad. Sin embargo, siempre que parece estar a punto de alcanzar su objetivo, por alguna razón todo se posterga y al mismo tiempo los milagros no dejan de reproducirse, cada vez más vertiginosamente, abrumándolo en su obsesión de cumplir su palabra. Es un retrato, no sólo del destino y azar que rigen al hombre como criatura, sino también de algunas sociedades en diversos momentos de la historia.