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martes, 4 de octubre de 2016

Las nubes, de Juan José Saer



El singular recorrido desde Santa Fe hasta Buenos Aires de una especie de manicomio rodante, dirigido por el doctor Real, es el tema principal de la novela. Sin embargo, en sus entrañas es posible encontrar varios niveles de narración. Por principio de cuentas, es una historia que una anciana (no sabemos quién) dejó, y que Marcelo Soldi pasa en limpio «con total fidelidad» a un diskete de ordenador. Y a la par que Pichón (otro personaje recurrente en Saer, al igual que Marcelo Soldi, Tomatis, etc.,), el lector irá desentrañando esa historia ocurrida casi doscientos años atrás, cuando la Corona española aún regía en América, si bien ya se podían encontrar, sin rebuscar demasiado, algunas disidencias. 

Así, luego de ese preámbulo contemporáneo, en el que se cuestiona la veracidad o ficcionalidad del texto, Saer nos entrega de lleno en la voz del doctor Real, quien nos relatará, con un lenguaje de otra época, su relación con su maestro y fundador de una Casa de Salud para alienados mentales, el doctor Weiss, de cómo creó dicha Casa, algo inédito en aquellos tiempos y regiones, y de cómo su debilidad por el sexo femenino, sobre todo por las mujeres casadas, termina por causar el exilio de ambos y el cierre de la Casa de Salud. Llegado a ese punto, que dota de contexto a toda la narración, el doctor Real entonces relata la principal aventura de su vida, y por ende de la novela, que es el viaje que realiza desde Santa Fe a Buenos Aires en agosto de 1804, cuando conduce, en una caravana de soldados y baquianos, a cinco locos hacia la Casa de Salud. El viaje ocurre entre el frío invernal del hemisferio austral y un falso verano de varios días que concluye con una escena apoteósica tan absurda como dramática: un incendio que lleva, no sólo a la caravana de hombres, sino a multitud de animales de la región, a refugiarse en una laguna en mitad del desierto pampero.

Pero el doctor Real no sólo se detiene en la descripción del viaje, de por sí bastante singular, sino en los propios locos, quienes dan un colorido inigualable a la peregrinación. Desde Sor Teresita, que padece una especie de ninfomanía teológica-espiritual; el joven Prudencio Parra, que guarda en su puño izquierdo un terrible secreto que sólo él conoce, los dos hermanos Verde, atrapados, uno en una sola frase (“Mañana, tarde y noche” que repite con una interminable gama de matices), y el otro en un galimatías de onomatopeyas con las que imita todos los sonidos que le rodean; así como el señor Troncoso, capaz de arrastrar a algunos desavisados a las más insensatas aventuras con su aspecto de terrateniente y sus delirios psicóticos.

En Las nubes (1997), además de brincar en distintos planos narrativos (la novela es una historia dentro de otra historia más amplia que abarca varias novelas) Saer brinca en otros planos, como el temporal (en 1804, época del viaje de los locos, aquellas tierras aún eran dependientes de la corona española, mientras que su lectura se da en un «diskete» de ordenador a finales del siglo XX) e incluso el lingüístico, porque la manera de relatar del doctor Real y quienes lo rodean no guarda mucho parecido con el habla de Pichón, Marcelo Soldi, Tomatis, etc. Lo curioso es que tal vez sólo el plano espacial se mantiene entre Santa Fe y Buenos Aires, lo cual dota de mucho sentido a la frase inicial que dice Tomatis acerca de Soldi: «Salió a buscar Troya y casi se topa con el Hades».

lunes, 9 de junio de 2014

Glosa, de Juan José Saer



Glosa, 1985

La mañana del 23 de octubre de 1961, Ángel Leto, en lugar de ir a su trabajo, decide bajarse del ómnibus y ponerse a caminar por la céntrica calle de San Martín hacia el Sur durante veintiún cuadras hasta la Plaza de Mayo. En el trayecto se encontrará con el Matemático, mayor que él por varios años y con una apariencia —antípoda exacta de Leto— aristocrática, elegante, y entonces se pondrán a comentar los acontecimientos de una fiesta de cumpleaños a la que no fueron invitados. 

Ambos, sin embargo, conjeturan e infieren, a partir de un par de versiones que han oído —una de ellas de boca de Tomatis, poeta y periodista que encuentran durante el propio trayecto— y que en varios momentos, de la mano de un narrador que cada tanto reafirma su presencia colocando acotaciones y dudas en donde bien podría haber sobreentendidos, se intercalan con viajes relámpago por el tiempo, de tal modo que veremos algunos episodios de su pasado, pero sobre todo de su futuro —un futuro que también ya es pasado—, en el que los dos personajes, uno más directamente que el otro, se dirigen en curso de colisión contra la maquinaria de la dictadura que se estableció en Argentina desde 1966.

La caminata se efectúa en línea recta, pero no sucede lo mismo con la trama de la novela. Saer apuesta por un estilo narrativo que recuerda al rizoma deleuziano, aunque aplicado «en tiempo real». Es decir, la sustancia de la narración nace de una caminata, pero de ahí pasa, sin contratiempos, a una charla, de la que a su vez pueden nacer las evocaciones, pero también pueden desprenderse las interpretaciones —o reinterpretaciones, las «glosas», que pueden multiplicarse sin cesar— y los cuestionamientos a lo que se ha dicho o pensado, con lo que el primer juicio de los protagonistas se va transformando en un espacio temporal relativamente corto.

De ahí la posible complejidad de Glosa para el lector común, a quien le puede costar trabajo adentrarse en esa ebullición prosística de Saer. Aunque si tal vez insiste y logra aprehender el vaivén narrativo, la novela soltará amarras y fluirá, a veces trabajosamente, a veces con suavidad, como el tráfico que acompaña a los protagonistas las veintiún cuadras rumbo a los últimos instantes de Leto... y de regreso.