Mostrando entradas con la etiqueta Toscana. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Toscana. Mostrar todas las entradas

miércoles, 6 de marzo de 2013

Los puentes de Königsberg, de David Toscana


Un puñado de viejos alcohólicos que brindan interminable y teatralmente por todas aquellas hermosas chiquillas que han desaparecido sin dejar rastro; un tipo que recuerda su infancia, marcada por la desaparición de su hermana y por una maestra que lo llevó a imaginar los siete puentes de Königsberg y su enigma insoluble; dos ciudades (Monterrey y la propia Königsberg) emparentadas por el significado de su etimología y por la imaginación de unos cuantos que buscan recrear y sacudir la sangrienta invasión comunista de 1945 a la ciudad prusiana, la cual tuvo como detestable consecuencia el cambio de nombre a Kaliningrado.

A partir de esos hilos, David Toscana confecciona una urdimbre en la que los personajes, fiel a su estilo, deambularán en completa y delirante libertad, aunque también sin esperanza, por realidades quijotescas. Es decir, emprenderá una suerte de fábula arrancada de la cotidianidad actual en la que cada personaje se apropiará de algún espejismo, sin importar que con ello ingrese en ambigüedades éticas, hasta agotar quizás sus posibilidades.

Así, Floro, un viejo actor venido a menos, tratará de revolucionar el teatro mediante minúsculos pero sustanciales cambios en el destino final del personaje para el que estaba contratado: de representar a un simple cartero cuya única acción sería entregar una carta, gracias a, ¿por qué no?, una irresistible inspiración, se convertirá en un rey lombardo justo en el clímax de otra obra teatral… Y como la mayoría de la gente suele detestar los cambios inesperados, sobre todo cuando la historia es más que conocida, será despedido de inmediato y así podrá consagrarse a la ingesta concienzuda de alcohol y a mostrar a Blasco y al Polaco, otros teporochos que reptan por las calles regiomontanas, las circunstancias en las que habría desaparecido un grupo de chiquillas secuestradas cuando viajaban en un autobús escolar. Los tres hombres, con la ayuda de ingentes cantidades de alcohol y de una disparatada imaginación, convertirán seis botellas de variopintos licores en la representación de las niñas desaparecidas, y así intentarán recuperar, sin éxito por supuesto, la historia de cada una de ellas.

El hombre que recuerda a su maestra de la primaria no lo hace por una simple trampa de la nostalgia, lo que recuerda es la manera en que entre ambos se instaló una especie de complicidad a partir de la ciudad prusiana de Königsberg, que Kant hiciera famosa desde el siglo XVIII. Ambos irán convirtiendo diversos puntos de Monterrey en paisajes de la ciudad prusiana, al grado de que la realidad se verá como un juego de transparencias que enturbiarán cualquier intento de aprehensión de la verdad.

Las dos ciudades se trastocarán hasta hacerse indistinguibles una de la otra y cada personaje se apropiará de su "papel" hasta las últimas consecuencias, de tal suerte que conseguirán una inservible vindicación que irá paralela a los hechos históricos que buscan "recrear", y que, sin embargo, durará el mismo tiempo que los sueños: al pasar la última página de Los puentes de Königsberg le quedará al lector la impresión de que aun las historias más terribles son proclives de convertirse en parodias con diferentes registros, desde la franca burla hasta la dolorosa elegía por todas aquellas personas cuyo destino se escurrió entre los albañales de una sociedad capaz de devorar sin descanso a sus propios hijos.

viernes, 28 de enero de 2011

Estación Tula, de David Toscana



Es la segunda novela de David Toscana, de 1995. En ella existe un juego metaficcional en el que tres personajes (Froylán Gómez, Juan Capistrán y el propio David Toscana) van tejiendo la historia de Tula, un pueblo perdido en el desierto al norte de México que comienza su decadencia cuando se decide que la ruta ferrocarrilera no habrá de pasar por allí. Los hilos van a partir de un amor imposible que se habrá de heredar (el de Juan por Carmen, en Tula, heredado más tarde a Froylán y su necesidad de una Carmen imaginaria), y del sueño de huir de la cotidianidad de un trabajo mediocre para acariciar el sueño de ser escritor, compartido por Froylán y acaso un guiño biográfico de Toscana.

Al mismo tiempo, la novela es una reflexión acerca del acto de escribir, sus posibles motivaciones, la imposibilidad de compartir esa insensata necesidad:

«Yo quería tiempo para escribir una novela; una novela de la que aún no tengo idea. Por eso me la paso escribiendo estas líneas sin sentido, con la esperanza de encontrar en ellas una posible trama o, al menos, para sostener una escritura diaria, una supuesta disciplina de amanuense.
Quería huir de mis compañeros que decían “A mí también me gusta la literatura”, y me llenaban el escritorio con acrósticos, desideratas y pensamientos de amor. “Mira, este está muy bien” Y se ponía a leer: “Si amas algo déjalo libre…”»

Juan Capistrán hace posible el sueño de Froylán al pedirle que escriba su biografía. De esta manera se pone en marcha un juego de perspectivas acerca de la “Verdad” de la escritura: ¿se debe ser fiel a los acontecimientos? ¿Acaso el que paga es el que decide cuál es la verdad? ¿O es el escritor quien decreta la mejor verdad posible para sus textos?

Estación Tula conserva y mejora ciertos elementos que nacen desde la primera novela de David Toscana Las bicicletas (1992), como el pueblo-personaje, aunque en este caso el juego con el tiempo y el espacio sea más complejo; el humor, los giros inesperados, y el lenguaje, que estará mucho más depurado. Es la primera gran obra de Toscana y es apenas su segundo libro. Se nota la temprana consagración de un estilo, ya que mediante una exploración meticulosa del lenguaje y la estructura, logra hacer del ascenso y caída de un pueblo un hecho casi mítico, legendario; se ponen en marcha la historia, la imaginación, la oralidad, la memoria.

En las diversas capas de la novela, destaca la historia de Froylán con su esposa Patricia, que es también el relato de la indecisión entre seguir un ideal (en pos de la ficticia Carmen) o permanecer aletargado en medio de la feliz monotonía del matrimonio. Juan Capistrán fracasa en el amor, e induce a Froylán para que busque a Carmen, y además, se obligue a no estar con ella, a tenerla como un ideal.

Al mismo tiempo, durante la novela, asistimos al proceso creativo del escritor, a sus dudas ante ciertas frases, al uso de la imaginación para atar algunos “cabos sueltos”, al vislumbre de varios finales, aunque el tercero y definitivo no se nos revelará abiertamente.

La muerte de Tula precipitará también el final de la novela, ya que los habitantes huyen de la soledad en que el pueblo quedará sumido al ser olvidado de los itinerarios de las vías férreas. Carmen huye de Tula y Juan la perderá para siempre, y como una extraña coincidencia, a partir de ese momento quedará tullido. Froylán está cada vez más confundido con su futuro, no quiere perder a su Carmen imaginaria ni tampoco separarse de Patricia, y buscará desesperadamente algo inusitado que le ayude a tomar una decisión. Así, la llegada del huracán a Monterrey servirá para que él desaparezca sin que se sepa a ciencia cierta si murió o si huyó con su Carmen quimérica. Y completando el círculo de la novela, a partir de ese hecho nacerá la historia para Toscana, porque Patricia encuentra los textos de Froylán y cree que en ellos reside una pista acerca de su misteriosa desaparición, cosa que Toscana buscará descifrar con la escritura de Estación Tula.

domingo, 19 de diciembre de 2010

El último lector, de David Toscana


¿Cual podría ser el peor castigo para un libro malo, sin importar el sexo del autor, su vigencia o su antigüedad? Para Lucio Mireles, protagonista de El último lector (2005), no es el fuego, como sería fácil de suponer, ya que las llamas, según sus propias palabras, le conferirían al libro un cierto mérito al volverlo luz y calor; en cambio, un abandono sistemático al moho, a la voracidad de ratas y cucarachas en la oscuridad de un cuarto húmedo, le parece el infierno perfecto para toda esa prosa hueca —llena de lugares comunes, personajes pretenciosos o vanos sentimentalismos— que va cayendo en sus manos.

Así, cada vez que Lucio manda uno de esos execrables libros al infierno, también ruega, como parte de un rito cotidiano: "No lo perdones, Señor, porque sí sabía lo que hacía". Bibliotecario (y juez literario incorruptible) en Icamole, un villorrio perdido en las áridas extensiones del desierto mexicano y que vive sólo para desear la lluvia, Lucio cuenta, gracias a la inconmensurable cantidad de libros que ha leído, con la quijotesca habilidad de transformar cualquier asunto de la realidad en una cuestión novelística, y sabe por tanto todo lo que puede pasar en todas las situaciones imaginables. Y aun cuando Remigio, primer y único vástago suyo, se encuentra con el hermoso cadáver de una niña en el pozo de su propiedad (pozo que por otra parte aún es capaz de proveerle de agua, a pesar de que ya casi se cumple un año desde la última lluvia) y lo relata más tarde, convulso de miedo, a Lucio, éste no mostrará la menor sorpresa, pues conoce perfectamente la cadena de acontecimientos que a continuación sobrevendrán: todo ya está escrito con todas las variantes posibles en el oráculo de su biblioteca...

El último lector, quinta novela de David Toscana (Monterrey, 1961), está pasada a través de un riguroso tamiz lingüístico y metaficcional. Propone no sólo una trama estrafalaria y meancólica, sino reflexiones que van desde la misma lectura, como un acto metafísico, hasta la injusticia inherente al género humano por los siglos de los siglos, la soledad en su sentido más profundo e implacable, y los rostros del amor, a partir de un sobrevuelo por diversos ejemplos en la literatura, con lo que el protagonista sabrá que está condenado a que se le escape inexorablemente, sobre todo cuando se percata de que él mismo podría ser el personaje de una historia contada por otro.