sábado, 17 de enero de 2009

Comentarios entrelazados sobre "Madame Bovary", de Gustave Flaubert y "Rey, Dama, Valet", de Vladimir Nabokov



Las dos fuentes de la novela moderna

Según la conferencia del 26 de noviembre de 2006, en el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Carlos Fuentes traza a grandes rasgos su versión del mapa de la literatura actual (haciendo referencia, por supuesto, a las usanzas de occidente) a partir de dos raíces aparentemente antípodas, mas quizá también complementarias: la una de corte totalmente literario y que arranca con el Quijote de Cervantes; y la otra de características históricas, proveniente de una serie de sucesos, cuyo actor principal es Napoleón, y que culminan con la batalla de Waterloo. Según Fuentes, la literatura moderna no ha parado de columpiarse entre esos dos extremos, de los cuales han nacido, emparentados innegablemente con el primero, obras como El Castillo de Franz Kafka o Ferdydurke, de Witold Gombrowicz; y con el segundo, los personajes que habitan las obras de Stendhal, Balzac, Dostoievski, o más recientemente Morrison o Coetzee: "la tradición de Waterloo se ocupa de la vida real, la de La Mancha, de la vida ficticia; el trasfondo de Waterloo es social, el de La Mancha es libresco y le rinde constante homenaje a la tradición literaria; Waterloo es seria, La Mancha es cómica; Waterloo lee al mundo mientras que La Mancha es leída por el mundo y lo sabe".
Comienzo con esta cita reciente porque el propósito de las siguientes líneas será explorar las similitudes y diferencias de dos novelas que, desde mi perspectiva, no sólo comparten el tema principal y algunos motivos en particular, sino que además están inscritas en la tradición libresca que Fuentes atribuye a Cervantes, y que, sin embargo, por la sutileza de su humor (sobre todo en el primer caso), bien podrían engañar a un lector indolente. Me refiero a: Madame Bovary, de Gustave Flaubert; y Rey, Dama, Valet, de Vladimir Nabokov.


El amor es un triángulo con vértices engañosos

La costumbre de complicar un asunto que, por principio debería permanecer sólo entre dos personas, ha sido practicada desde tiempos inmemoriales. No es gratuito que, “No desearás a la mujer de tu prójimo” sea uno de los mandamientos más conocidos entre los diez que tradicionalmente se atribuyen a las tablas de Moisés. De hecho, la Biblia es pródiga en consejos que alertan a quienes pretenden desviar la mirada hacia zonas prohibidas, como aquél que dice:

Así procede la mujer adúltera:
come, se limpia la boca y dice:
“¡No he hecho nada de malo!”

o éste otro:

Jamás te sientes con una mujer casada,
ni bebas vino con ella en la mesa,
no sea que tu corazón se enamore de ella,
y tu pasión te lleve a la ruina.

El dicho popular que reza: “siempre el plato del vecino luce más apetitoso” no hace sino reforzar la antiquísima idea. Por supuesto que la novela, por lo menos la que sigue la tradición cervantina, es ese “territorio en el que se suspende el juicio moral” del que habla Milan Kundera; pero al mismo tiempo, en el esbozo que presentan Flaubert y Nabokov, quedan flotando algunas preguntas: ¿Cuáles suelen ser las motivaciones para originar la búsqueda de un “tercero” mientras se está en pareja? ¿Ese “tercero” llega a cumplir las expectativas que se abrigaban a su respecto? Y por último, ¿es la muerte un destino inevitable cuando los vértices del triángulo se estiran hasta sus últimas consecuencias?
Pues bien, aquí comenzamos el breve recorrido.


Emma y Martha: nada es como debería ser

Si bien en un principio Emma Rouault, que más tarde adoptará el apellido Bovary de su esposo, era tan sólo una muchacha provinciana encargada de llevar por buen camino la administración de la granja de su padre (muy a pesar de su intenso aburrimiento por la fatigosa redundancia de la vida del campo), una vez casada con Charles Bovary, un médico rural con sueños de cortísimo o ningún alcance, adopta perfectamente el rol burgués tan en boga en la Francia de la segunda mitad del siglo XIX: debido a las quimeras de sus ambiciones aristocráticas, va desarrollando poco a poco la equívoca facultad de aparentar poseer más de lo que en realidad tiene, y cuando en algún momento esa patológica inconformidad le hace darse de bruces contra la realidad de su situación, no vacila en culpar al marido del desmoronamiento –por medio de una vida monótona que no es capaz de prometer más que aventuras inferiores– de todas aquellas ilusiones que giraban alrededor de paroxismos indomables, ilusiones dulcemente vislumbradas en tantas y tantas páginas de novelas románticas:

Antes de casarse, Emma había creído estar enamorada; pero como la felicidad que había esperado de aquel amor no había hecho su aparición, pensó que se habría equivocado. Y se preguntaba intrigada qué es lo que había que entender concretamente en la vida por palabras como dicha, pasión y ebriedad que le habían parecido tan maravillosas en los libros.
[…] La conversación de Charles era plana como la acera de una calle, y los lugares comunes de todo el mundo, vestidos con su ropaje más vulgar, desfilaban por ella sin lograr suscitar emoción, risa ni ilusiones.
[…] ¿Y no debía ser un hombre justamente todo lo contrario, sobresalir en las más diversas actividades, iniciar a una mujer en el poder de las pasiones, en los refinamientos de la vida, en todos los misterios? Pero éste qué iba a enseñar, éste no sabía nada, no deseaba nada. La creía feliz y a ella le irritaba por su calma tan firmemente asentada, por su serena gravedad y hasta por la felicidad que ella misma le proporcionaba.


El germen de la búsqueda de experiencias más intensas ha encontrado tierra fértil en el insatisfecho corazón de Emma. La mención constante que hace Flaubert de los libros leídos por Emma, hace pensar en ellos como desencadenantes indirectos en la decisión que madurará lentamente en ella, igual que acontece con la lectura desbocada de novelas de caballerías por parte de Don Alonso Quijano.
Contrariamente sucede con Martha, pues ella es una mujer en los albores de la madurez, acostumbrada ya a las comodidades de la alta burguesía berlinesa; las aspiraciones en su caso pueden considerarse más inofensivas en primera instancia: en contraposición a Emma, tiene dinero hasta la saciedad, pero asimismo cuenta con un respeto desmedido hacia los títulos nobiliarios, al grado de pretender, mediante astutas casualidades, que algún antepasado suyo tuvo algo que ver con la aristocracia. La moda, que para Emma Bovary roza los territorios de la obsesión, es para ella sólo un miembro más en el cuerpo de la cotidianidad que, empero, debe ser concienzudamente atendido. Está casada con un vigoroso empresario al cual odia secretamente por ese mismo vigor, por lo atlético de su figura, por el color de sus cabellos, semejantes a la herrumbre, y hasta por el bigote “leonado” que parece ostentar como un símbolo de su virilidad.
Y cosa curiosa, el papel tan importante que juegan los libros en el universo de ensoñaciones de Emma, para Martha no es más que el de una afectación bastante prescindible para su mundo, como lo muestra una de las primeras escenas de la novela, cuando conoce casualmente a Franz en el vagón del ferrocarril y reflexiona sobre lo absurda y pedante que le resulta la lectura en un libro innecesariamente lujoso, costumbre fastidiosa de Dreyer, su marido:

Un libro elegante está bien sobre la mesa de un cuarto de estar. En un vagón de ferrocarril, si lo que se quiere es aliviar el aburrimiento, siempre se puede recurrir a hojear un revista. Pero mira que sumirse, con regodeo…, en poemas, ¡poemas!, lujosamente encuadernados… Nadie que se llame a sí mismo hombre de negocios puede, debe, arriesgarse a una cosa así.

Para Martha, la búsqueda del amante no estará emparentada con el ansia de las experiencias sublimes que tanto deslumbran a Emma, sino como un medio para escapar a la irritante lozanía y buen humor de Dreyer. Buscará entonces enredarse con Franz, el insignificante sobrino de su esposo. Y así, el halo de incurable mediocridad que emana incansablemente de Charles y que Emma tanto detesta, se transmutará, en el caso de Martha, en una especie de categoría erótica por su absurda originalidad. De inmediato se involucrará en las cuestiones prácticas de la vida de Franz (quien, presa constante del asombro por el inesperado accionar de aquella mujer tan bella, no dejará de cometer torpezas), y lentamente comenzará su plan de seducción.

Kurt Dreyer y Charles Bovary: la inocencia del amor

Dos características tienen en común los esposos de Martha y Emma. Y además, ambas son igualmente fatales: aman incondicionalmente a sus esposas y eso los vuelve ciegos a la verdadera naturaleza que ocultan.
Por principio de cuentas tenemos a Charles, que está embelesado con Emma, no tanto porque ella sea una belleza irrefutable, sino porque para él, en sus humildes sueños de provinciano, considera que nunca habría podido conseguir nada mejor. Por lo demás, las aspiraciones de su mujer cuentan con la legitimación de un mundo superior, más refinado. Un mundo que por cierto él no termina de entender. Sin embargo, se desvive para proporcionárselo en la medida (o al menos eso cree en un principio) de lo posible. La deja en la libre voluntar de gastar sus modestos ingresos en cosas innecesarias, está al pendiente del menor capricho que salga de esos labios que tanto ama, e incluso, en un alarde de amarga ironía por parte de Flaubert, es prácticamente Charles quien la encamina en los primeros pasos del adulterio con Rodolphe. Es cierto, tendrá también momentos de alegría pura, merced a la transparencia y sencillez de sus deseos. Como aquél en que medita sobre el próximo nacimiento de su hija:

Cuando la veía [a Emma] de lejos con aquellos andares indolentes cimbreando relajadamente la cintura sobre las caderas libres del corsé, cuando al estar sentados uno frente a otro, podía contemplarla a sus anchas, y ella adoptaba posturas lánguidas recostada en la butaca se sentía estallar de dicha. Se levantaba, la besaba, le acariciaba la cara, la llamaba mamaíta, intentaba hacerla bailar y, medio riendo medio llorando, le soltaba toda una retahíla de bromas cariñosas que se le venían a la cabeza. La idea de haber engendrado un hijo le entusiasmaba. Ahora ya nada le faltaba; ya conocía a fondo la existencia humana. Y se acodaba firmemente en la mesa, invadido de serenidad.

¿Hasta qué punto es fácil reconocer los guiños irónicos de Flaubert en un párrafo como el anterior? Leo las descripciones de esos momentos en que Charles se sentía estallar de dicha y a pesar del aire de sutil epifanía que se le desprende, se siente también una voz paralela, como si fuera un eco desfasado que está a punto de soltar una carcajada en medio del silencio. Es acaso ese humor solapado “que convierte en ambiguo todo lo que toca”[] y que, si con Flaubert aún permanece ligeramente velado, con Nabokov es llevado al límite más extremo.
Pero veamos el caso de Kurt Dreyer. Es un hombre de mediana edad aunque aún apuesto, es un empresario próspero, dueño de un almacén de ropa, tiene la facha de un “húsar” y pareciera enriquecerse con “una facilidad milagrosa”. Sin embargo, posee un temperamento excéntrico y espontáneo que choca irremisiblemente contra las costumbres más bien previsibles y sedentarias de Martha. El sueño de su vida, es viajar por todo el mundo en algo semejante a un safari; sin embargo, sabe que ese deseo nunca podrá cumplirse mientras esté al lado de Martha, quien no puede concebir que prefiera “llevarla a Ceilán o Florida, por increíble que parezca, en lugar de comprar un elegante Chalet”.
En su sobrino Franz, Dreyer no es capaz de ver a nadie de quien tenga que cuidarse las espaldas, mucho menos al posible seductor de su esposa. Simplemente piensa en él como en un provinciano tímido, cegatón, sin el menor sentido de la moda, o para resumirlo con sus propias palabras, sólo ve un perfecto “cretino, con algún matiz de mariquita”. Y acaso sea por ello, por lo que le resulta imposible dejar de atormentarlo con comentarios jocosos, con bromas pesadas, y hasta con insufribles partidas de tenis, en donde no se cansa de poner de manifiesto la increíble estupidez del muchacho.
El odio secreto que le dedica su mujer, él lo traduce en una frialdad encantadora, misteriosa, e incluso es capaz de reflexionar en este tenor cuando piensa en los deberes maritales, sistemáticamente postergados por ella: “¿Qué haría yo con una putita caliente en mi cama? Es posible que todo su encanto radique precisamente en su frialdad. Al fin y al cabo, debería haber un escalofrío en toda sensación de auténtica felicidad. Y su frialdad tiene exactamente ese grado”.
Si en algún momento se hubiese enterado de los siniestros planes de asesinato que urdía vehementemente su esposa para deshacerse de él, de inmediato los habría desechado por romper con los firmes esquemas de su vida.
Tal vez el mejor retrato de Dreyer, lo haya formulado Erica, una antigua amante que encontrará inopinadamente de paseo en un parque, años después de su último encuentro:

Me imagino cómo tratas a tu mujer. La quieres pero no te fijas en ella. La quieres, apasionadamente sin duda, pero te tiene sin cuidado su interior. La besas y ni te fijas en ella. Siempre has sido de lo más desconsiderado, Kurt, y, en último término, siempre seguirás siendo el mismo: el egoísta absolutamente feliz.

El egoísmo absolutamente feliz del que también padecía Charles, aunque sin las excentricidades de Dreyer. Y Nabokov lo sabía, por eso, cuando los tres van a la función en el teatro, en donde se representa Rey, Dama, Valet, es imposible no reconocer una parodia de aquella otra escena en que Charles, Emma y León hacen lo propio en el teatro de Rouen. Pero Nabokov va más allá del homenaje a los motivos de Flaubert, porque añade, cuando están en plena función:

[…] Martha, cumpliendo estrictamente todas las reglas del adulterio, apretaba su sedosa rodilla contra la pierna derecha de Franz, torpemente doblada, mientras Dreyer, sentado a su izquierda y un poco detrás de ambos, se apoyaba ligeramente contra el hombro de Franz y le hacía cosquillas constantemente en la oreja con la punta del programa que estaba mirando. El pobre Franz estaba atrapado entre el temor a que el marido notara algo y el deleite de sentir las chispas de seda que le recorrían el cuerpo.
El adulterio, siempre con trazas aparentemente “justificables” en el caso de Madame Bovary, resulta de un cinismo cercano a lo grotesco en las líneas de Nabokov, inclusive se permite la siguiente alusión: “Ella no era ni una Emma ni una Anna” cuando Martha es incapaz de sentirse cohibida ante la presencia de Dreyer, después de consumados los primeros retozos amorosos con Franz. Y poco después agrega, radicalizando todavía más la cáustica idea: “[…] a pesar de considerarse madura [Martha] para el adulterio, lo estaba ya realmente, y desde hacía largo tiempo, para la prostitución”.

La muerte, esa bendita liberación

La actualización que Vladimir Nabokov desarrolla sobre el tema de Madame Bovary, nos lleva irremisiblemente a la comparación entre los trágicos finales de las “heroínas”.
Emma Bovay sucumbe a la tentación del suicidio después de haber sido engañada por las excesivas ilusiones que ella misma se había generado en torno a sus dos amantes: Rodolphe y León. En una especie de escape histérico (y asimismo premonitorio con respecto al consumismo que se vive actualmente con mucha mayor fuerza), se endeudó minuciosamente hasta perderlo todo. Con la noticia del inminente embargo, decide pedir una última ayuda a sus amantes, pero ya es inútil, ella no es más que una carga que pertenece al pasado, y sus absurdos requerimientos engendran incluso una ira contenida. Ni siquiera las angustiosas preguntas de Charles, que no comprende el por qué del embargo, merecen respuesta. Se enterará de todo después, mediante una carta, ya que sea demasiado tarde. Y así, Emma morirá presa de horribles padecimientos gracias a los efectos del arsénico. Sin embargo, en un gesto tardío aunque no por ello innecesario, reconocerá el amor de Charles como el único verdadero en su vida.
Diferencia notable en cuanto al destino de Martha, pues después de la incompleta dicha que experimenta con Franz, el deseo de asesinar a Dreyer empieza a florecer en su mente como una necesidad ineludible. Y por supuesto, hace que Franz, cada vez más carente de voluntad propia, vea en ello la única salida posible para poder disfrutar de su felicidad.
El deseo rápidamente se convierte en obsesión, y así, emprenderán un infatigable recorrido entre los métodos que podrían utilizar: desde el envenenamiento, hasta el fingimiento de un asalto que culminaría con la muerte de Dreyer. No obstante, siempre encuentran (sobre todo ella, que es quien aporta la dosis de inteligencia en las conspiraciones) algún obstáculo insalvable al momento del sometimiento a las investigaciones de las autoridades. Es entonces cuando Dreyer tiene la brillante idea de tomar unas vacaciones en la costa. La idea termina de materializarse seductoramente cuando Dreyer confiesa su escasas habilidades como nadador. Se confecciona el plan en el pensamiento de Martha: con el pretexto de una apuesta absurda, harán un paseo en bote por las zonas desiertas de la costa, y allí, ya sólo será cosa de dejar que aquel cuerpo, que parecía estar últimamente “más lleno de vida” que nunca, se hunda en las frías aguas con la lentitud de los sueños cumplidos.
El plan es perfecto y las cosas se realizan a las mil maravillas, salvo por un detalle que lo echa todo a perder. Gracias a la ambición monetaria de Martha, que no podía concebir su felicidad sin esa especie de mezcla entre la satisfacción en la alcoba y la tranquilidad financiera, se pospone el momento en que darían con un remo en la cabeza de Dreyer para posteriormente lanzarlo por la borda, pues éste, con su buen humor característico, les cuenta a la esposa y al sobrino sobre un negocio que al día siguiente le reportará jugosas ganancias. Es un motivo más que suficiente para que Martha decida posponer la ejecución del plan hasta que, esas “jugosas ganancias” estén a buen recaudo en su cuenta. Sin embargo, gracias a las grises nubes de aquel día y a un imprudente baño de mar, Martha coge un enfriamiento que, debido a la poca importancia que todos le atribuyen –incluida ella misma– degenera en una pulmonía, y pocos días más tarde, en su muerte.
Claro está que aquí la liberación no se refiere a los sueños despedazados de Martha y a su consiguiente deseo de morir para escapar de todo ello, como ocurriera con Emma, sino a la notable liberación de Franz, que de alguna manera, siempre tocada por la ambigüedad de la sonrisa nabokoviana, consigue por fin recuperar su albedrío.
O bien, al menos eso es lo que me gusta pensar.



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Bibliografía:

Gustave Flaubert, Madame Bovary, Editorial Origen, S.A, México, 1983 pp. 412.
Vladimir Nabokov, Rey, Dama, Valet, Anagrama, Barcelona, 1987, pp. 262.
Milan Kundera, Los testamentos traicionados, Tusquets editores, Barcelona, 1994, p. 14.
Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1998, pp. 1896.
César Blanco, “Fuentes dibuja el mapa de la literatura” en la sección cultural de El Universal,
lunes 27 de noviembre de 2006.