If that thou best a devil, I cannot kill thee.
William Shakespeare, Othello.
William Shakespeare, Othello.
¿Existe la maldad en estado puro?, es decir, ¿una fuerza tan negra que pueda incluso deleitarse en su propia estética malsana? Para Efrén Rebolledo (1877-1929), no sólo existe, sino que además se materializa en la forma de una mujer que cuenta con un inmenso caudal financiero, que goza de su viudez y de una conveniente inmunidad en las cuestiones del amor: Elena Rivas. La Salamandra.
No resulta gratuita la asociación que el autor hace entre la protagonista y ese ser cabalístico que, según la tradición, representa el espíritu del fuego debido a su mítica facultad para transgredir las llamas sin sufrir el menor daño. Elena Rivas puede caminar impunemente entre las pasiones que genera a su alrededor, y aun más: permanece fría, impávida, mientras es capaz de encontrar la belleza dentro del dolor que suscita:
Desencadenaba sobre sus perseguidores al “monstruo de los ojos verdes” porque la deleitaba el espectáculo del sufrimiento. Enardecía a sus cortejantes para estudiar en ellos los efectos de la pasión, como para ensayar un nuevo tósigo Cleopatra envenenaba a sus esclavos.
Ya Kierkegaard había propuesto el dominio de la conciencia como categoría erótica, pero, a diferencia de la gris resignación de Cordelia, el personaje burlado por Juan; en Salamandra, Efrén Rebolledo arrastra al poeta Eugenio León hasta las últimas profundidades del abismo, lo lleva a la desesperación total, a la muerte; una víctima previsible de su propia escritura. Por supuesto, antes de esa liberación final tendrá que experimentar el infierno, un descenso dantesco que habrá de recorrer sin guía; o acaso peor: el guía resultará ser el propio verdugo.
No hay manera de contrarrestar la fuerza que irradia Elena Rivas, descendiente en línea directa de Lilith, la primera mujer que se atrevió a desafiar la abnegación y mansedumbre que después habría de soportar Eva. A su alrededor los hombres se extinguen a semejanza de los insectos que por la noche se acercan demasiado a una vela, hipnotizados por su luz. Ella propicia la fascinación de la muerte y no queda más remedio que comparecer.
Una rareza: el texto es de 1919, y en esos momentos aún huele en las calles de la Ciudad de México la pólvora de las luchas revolucionarias, y la lucha armada ya se empieza a reflejar en las artes como un tópico del que todos quieren hablar; el decadentismo decimonónico ha dejado de tener vigencia, e incluso, la corriente modernista está en ese momento en sus últimos y agónicos estertores: las vanguardias se suceden una tras otra. Entonces, ¿a qué se debe la anacronía temática que maneja Efrén Rebolledo con esta novela? Él mismo lo va develando conforme avanza la historia: el punto en el que confluye el texto es en realidad la sensualidad de la carne –tal como lo explorara en los doce sonetos de Caro Victrix, en 1916–, más que la miseria de las pasiones que provoca. Pero como en este caso la mujer es un ser de fuego, el precipicio será la consecuencia inevitable cuando se comete el error de cruzarse en su camino.
Y a pesar del efecto dudoso que provoca en la trama el exceso de referencias (Baudelaire, Dostoievski, el Marqués de Sade, Stendhal, por mencionar unos cuantos), no se puede soslayar la posibilidad de que, con esta novela, el autor haya rendido un homenaje a las influencias de casi todo un siglo en las letras mexicanas.
No resulta gratuita la asociación que el autor hace entre la protagonista y ese ser cabalístico que, según la tradición, representa el espíritu del fuego debido a su mítica facultad para transgredir las llamas sin sufrir el menor daño. Elena Rivas puede caminar impunemente entre las pasiones que genera a su alrededor, y aun más: permanece fría, impávida, mientras es capaz de encontrar la belleza dentro del dolor que suscita:
Desencadenaba sobre sus perseguidores al “monstruo de los ojos verdes” porque la deleitaba el espectáculo del sufrimiento. Enardecía a sus cortejantes para estudiar en ellos los efectos de la pasión, como para ensayar un nuevo tósigo Cleopatra envenenaba a sus esclavos.
Ya Kierkegaard había propuesto el dominio de la conciencia como categoría erótica, pero, a diferencia de la gris resignación de Cordelia, el personaje burlado por Juan; en Salamandra, Efrén Rebolledo arrastra al poeta Eugenio León hasta las últimas profundidades del abismo, lo lleva a la desesperación total, a la muerte; una víctima previsible de su propia escritura. Por supuesto, antes de esa liberación final tendrá que experimentar el infierno, un descenso dantesco que habrá de recorrer sin guía; o acaso peor: el guía resultará ser el propio verdugo.
No hay manera de contrarrestar la fuerza que irradia Elena Rivas, descendiente en línea directa de Lilith, la primera mujer que se atrevió a desafiar la abnegación y mansedumbre que después habría de soportar Eva. A su alrededor los hombres se extinguen a semejanza de los insectos que por la noche se acercan demasiado a una vela, hipnotizados por su luz. Ella propicia la fascinación de la muerte y no queda más remedio que comparecer.
Una rareza: el texto es de 1919, y en esos momentos aún huele en las calles de la Ciudad de México la pólvora de las luchas revolucionarias, y la lucha armada ya se empieza a reflejar en las artes como un tópico del que todos quieren hablar; el decadentismo decimonónico ha dejado de tener vigencia, e incluso, la corriente modernista está en ese momento en sus últimos y agónicos estertores: las vanguardias se suceden una tras otra. Entonces, ¿a qué se debe la anacronía temática que maneja Efrén Rebolledo con esta novela? Él mismo lo va develando conforme avanza la historia: el punto en el que confluye el texto es en realidad la sensualidad de la carne –tal como lo explorara en los doce sonetos de Caro Victrix, en 1916–, más que la miseria de las pasiones que provoca. Pero como en este caso la mujer es un ser de fuego, el precipicio será la consecuencia inevitable cuando se comete el error de cruzarse en su camino.
Y a pesar del efecto dudoso que provoca en la trama el exceso de referencias (Baudelaire, Dostoievski, el Marqués de Sade, Stendhal, por mencionar unos cuantos), no se puede soslayar la posibilidad de que, con esta novela, el autor haya rendido un homenaje a las influencias de casi todo un siglo en las letras mexicanas.
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Bibliografía:
Efrén Rebolledo, Salamandra. Caro Victrix, Factoría Ediciones, México, 1999.
Sören Kierkegaard, Diario de un Seductor, Juan Pablos Editor, México, 1984.