lunes, 30 de marzo de 2015

Diario de Moscú, de Walter Benjamin




Fantasmas en Moscú

Una paradoja bastante extraña, tal como suelen ser las paradojas: en quienes se han dejado invadir por el pensamiento de Walter Benjamin, existe siempre la tentación de acechar en sus textos desde una perspectiva que no había sido notada hasta ese momento, una especie de sugestión que nos hace estar al acecho del cabo de cualquier hilo negro que pudiera asomar. O tal vez sería mejor afirmar que así me ha ocurrido a mí: las lecturas deben realizarse a contrapelo, el análisis será mejor si se emprende a contrapelo, incluso la vida, puede tener más sentido si se la vive a contrapelo; es decir, todo tendría que ser a contrapelo, y tanto es así, que el término se ha convertido en una piedra preciosa que ciertos autores contemporáneos se cuelgan al cuello y utilizan sin el menor empacho para nombrar sus artículos, o bien, lo que resulta aún más dramático, para titular sus exhaustivas investigaciones. Y de esta manera, con tal de no caer en el lugar común de una lectura superficial, se cae en el (cada vez más) lugar común de vislumbrar hilos negros por doquier, algo semejante a lo que a veces ocurre con las lecturas de Shakespeare, en las que no pocos entusiastas, suelen hacer hieráticas y majestuosas montañas a partir de los guijarros más pedestres de sus textos. 

Pero, ¿por qué comenzar desde esta perspectiva?, ¿es acaso una forma de vacunarme a mí mismo antes de abordar, quizá desde el nivel de un lector más bien común, uno de los textos más íntimos que me ha tocado leer del escritor alemán? Porque antes que nada, habría que tomar en cuenta el contexto en el que escribió Diario de Moscú: en calidad de visitante inmiscuido de pronto en la rutina de una sociedad asaz diversa de la suya, geográfica e ideológicamente, como era la soviética a finales de 1926, aunque con cierta semejanza en el nubarrón totalitario que ya se cernía en el horizonte de ambas naciones. 

Y con esos antecedentes comenzará el discurrir benjaminiano: una ciudad que al mismo tiempo es un personaje, las absurdas situaciones causadas por el desconocimiento de la lengua; la melancolía, efecto sin duda, además del implacable frío y las dudas políticas que lo acometen, de una inexplicable postergación en los encuentros con Asia Lacis, aquella “revolucionaria rusa de Riga” que conociera hacía más de dos años en medio de un idilio mediterráneo en la isla de Capri, y a quien verá por última vez un año más tarde en Berlín.

La visión de un lector común, repito, porque además, la forma en la que llegué al Diario de Moscú, me recuerda significativamente la navegación electrónica de estos tiempos, una especie de juego de hipertextos, nacido a través de los ojos de otro lector, ése sí menos común que yo, y además dotado de virtudes de equilibrista a la hora de saltar sobre las cuerdas que tienden los más dispares autores. Así pues, debo confesar que el extraño puente se empezó a construir durante la perezosa lectura de Pasión por la trama, en la que de pronto caí en la cuenta de que accedía de nuevo a ese círculo que había dejado desconectado desde hacía tantos días como los que pueden caber en la mitad de un año. Me refiero a que accedía a la imagen de los momentos moscovitas de Benjamin, los momentos que Sergio Pitol describe como un “tratado sobre la desolación”. Sin embargo, la imagen que esboza Pitol, de corte penetrante, aunque también general, sólo funcionó en mi mente a la manera de las semillas: conocemos las bellotas y la condición en la que derivarán años más tarde en un poderoso encino, y no obstante algo lleno de irrealidad permanece en semejante idea cuando se tiene esa pequeña cápsula de inabarcable vida en la palma de la mano, pues en ella habrán de intervenir no sólo la tierra, la luz, el agua y el aire, sino también el tiempo, única dimensión capaz de madurar tanto una semilla como el propio pensamiento. Y justo fue así que esa semilla, desprendida de la rama de una lectura, la cual aparentemente discurría por lejanísimos senderos, cayó justo en un lugar en el que germinaría sin brindarme ninguna clase de notificación consciente, sino abrigándose en los pliegues de otras preocupaciones más inmediatas para el día a día. 

Terminé pues, con esa serie de reseñas y divertimentos que Pitol otorga a manos llenas sin una vocación real para seguir escudriñando en los vericuetos benjaminianos. Lo curioso es que Pitol, ese lector anormal, me hizo fijar otra vez la vista en la semilla no mucho tiempo después. Me adentraba entonces por las líneas de El mago de Viena y, conocida por muchos su interminable capacidad de autorreciclaje, volví a toparme de bruces con esa capsulita titulada “Walter Benjamin va al teatro en Moscú”, lo cual bastó para percatarme de que estaba listo para beber directamente de la fuente, aunque no sin llevar conmigo el frasco de comprimidos que Pitol me había “recetado”, si se me permite semejante expresión.

Sobra decir que la cantidad de elementos que podría empuñar serían demasiados para abarcarlos con toda calma en estos momentos, así que colocaré tan sólo una especie de red en las aguas del texto y, al levantarla inopinadamente, veremos lo que alcanzamos a pescar.

De cualquier forma, mantendré en suspenso por algunos momentos la parte más recordada del diario. Y es que además de las torturantes postergaciones que sufren sus encuentros con Asia, Benjamin expone agudos puntos de vista acerca de algunas circunstancias que se pueden iluminar a la luz de este todavía joven siglo XXI, como las consideraciones que hace acerca de su “motivación oficial”, o bien, la decisión de si debía o no entrar al Partido Comunista, a una forma de gobierno que en apariencia era dominada por el proletariado, pero que en los años venideros, perpetraría una serie de atrocidades bajo la vesánica guía de Stalin. 

Benjamin sabe que tendría que apartarse de su situación de escritor independiente, al margen de cualquier partido o profesión, a cambio de una posición segura, incluso, y tal vez eso era lo más tentador, económicamente hablando. Y para ello era menester acudir al epicentro ideológico del movimiento. Sin embargo, de inmediato entrará en contacto con un lenguaje enrarecido, en el que es risible y peligroso decir abiertamente las propias opiniones: Bernhard Reich, el hombre con quien Asia estaba involucrada, le dice que nadie lo tomará en serio si comienza a hablar de esa forma, poniéndose al descubierto peligrosamente en asuntos carentes de importancia. Lo que se debe hacer es andarse por las ramas, dar interminables rodeos para hablar de casi cualquier cosa que pudiera relacionarse con una posición política inadecuada, o incluso sustituir la primera persona del singular por un más inocuo “se dice que”. Benjamin no tardará en hacer relación de sí mismo con respecto a Goethe, quien, pese a “vivir sujeto a tantos compromisos pudiera, sin embargo, realizar cosas tan extraordinarias”, aunque también debe ser remarcado el hecho de que, mientras que Benjamin tendría compromisos con el proletariado, Goethe los había adquirido con la burguesía. No podrían significar ni formal ni moralmente lo mismo términos como “infidelidad” o “compromiso” en ambos casos.

Y si abrimos un pequeño paréntesis, podría decir que esto es tierra fértil para una hipotética pregunta: ¿cuál habría sido la opinión de Benjamin acerca de la tecnología actual? Sobre todo en lo concerniente a la escritura. Es decir, la manera cada vez más accesible, democrática, de ser un “escritor independiente”, al margen no sólo de ideologías o movimientos, sino incluso de la propia imagen, tal como sucede en la llamada blogósfera o en las editoriales de publicación bajo demanda que, pese a estar aún en una fase primitiva, ya comienzan a cambiar el axioma tradicional acerca de la edición y presentación de los libros. Ahí las ideas bullen sin que sea tan fundamental la presencia física y toda la parafernalia que suele acompañar, para bien y para mal, al escritor. Un universo casi ideal. Y digo casi, porque aún se le mira con recelo por quienes hacen subconscientes genuflexiones ante la legitimidad que per se debe ir en el aura del editor, y porque además, como en todo medio utilizado para la manifestación artística, es también generoso para engendrar abundantes cantidades de mediocridad o cosas aun peores. 

Pero, ¿no es eso precisamente algo que resalta Benjamin en sus reflexiones acerca de la educación artística? Me refiero a la necesaria existencia de los autores “medianos” como una especie de balaustrada, en la cual nos podemos sujetar frente al incesante fulgor que emiten las Obras Maestras. Ellos reflejan el contexto y la común forma de pensar de una época, antes que provocar desvíos hacia los inefables territorios de la intuición o el desconcierto. 

Y asimismo, si nos situamos al ras del tiempo presente, único tiempo en el que suelen brillar con intensidad la mayoría de los best seller, Benjamin apunta hacia el éxito inmediato, fundamental para la existencia del escritor mediano o secundario, ya que la influencia de los grandes no se podría medir con algo tan efímero como el éxito presente. Su influjo es sencillamente histórico, y sólo se puede observar “a través de la lente de los siglos”. Con ello recordé que, 6 ó 7 años más tarde, en Ferdydurke, Gombrowicz da su propia opinión acerca de los escritores “medianos”, pero contrariamente a Benjamin, no les concede el amparo del “contexto de una época”, sino que les propina una paliza metafísica:

«¿En qué, pues, consiste la situación del escritor secundario, sino en un solo y gran repudio? El primer y despiadado repudio se lo aplica el lector común, que terminantemente se niega a gozar de sus obras. El segundo e infame repudio se lo aplica su propia realidad, que él no supo expresar, siendo copiador e imitador de los maestros. Pero el tercer repudio y puntapié, el más infamante de todos, le viene de parte del Arte, en el que quiso refugiarse, y el cual lo desprecia por incapaz e insuficiente. Y esto ya colma la medida del oprobio. Aquí empieza ya la completa orfandad. Esto ocasiona que el secundario se convierta en objeto de una burla general, bajo el fuego graneado del repudio. En verdad, qué se puede esperar de un hombre repudiado tres veces y cada vez con más oprobio? ¿Acaso un hombre así acabado no debería desaparecer, esconderse en alguna parte para que no se le viera? ¿Acaso la insuficiencia, desfilante en pleno día, ansiosa de honores, no debe provocar hipo al universo?»

Así comenzamos a trazar una constelación nacida del Diario, sacamos a la luz unos cuantos temas que hasta el momento tienen que ver con el acto de escribir, enfocado desde la influencia, la historia, la estética, el compromiso, pero también desde el hedonismo, sobre todo cuando reconoce el inexplicable embrujo que operan sobre él las novelas policíacas, de las que podríamos pensar que le resultaban una especie de “placer culpable” que cada tanto le cosquilleaba en la mente. Por supuesto, nadie podría condenarle a Benjamin semejante afición, porque, ¿quién de nosotros es capaz de resistirse a una buena novela policíaca, a ese intento, a veces vano, de ordenar un caos? O como aquél otro caos que proviene de las lenguas, del tener que escuchar todo el tiempo palabras rusas, con esa sensación de exilio que sólo el idioma es capaz de engendrar. Y es que con excepción de las charlas en alemán, mantenidas con Asia o con Reich, lo demás serán enojosas o melancólicas comedias de equívocos, propiciadas en lugares llenos de cotidianidad, como el diálogo shakespeariano que sostiene Reich con el encargado del hotel:

«A la pregunta de si nos podrían despertar, el hombre respondió: “Si pensamos en ello, les despertaremos. Pero si no pensamos en ello, no les despertaremos. La verdad es que, por lo general solemos pensar en ello, y entonces despertamos. Pero claro, a veces nos olvidamos: cuando no pensamos en ello. Y entonces no despertamos. No tenemos obligación de hacerlo, pero si nos acordamos a tiempo, pues lo hacemos. ¿Cuándo quieren que les despertemos? A las siete. Lo apuntaremos. Aquí dejo la nota, como pueden ver: ¿la verá él? Porque si no la ve, lógicamente no les despertará. Pero la mayoría de las veces despertamos”. Al final, [dice Benjamin], lógicamente no nos despertaron, diciéndonos después: “es que como ya estaban ustedes despiertos, ¿cómo les íbamos a despertar?”»

Mas los equívocos continúan al ir por comida, al entrar en casi cualquier tienda o cuando trata de interactuar con la gente; incluso al arreglar los trámites necesarios para marchar de regreso a Berlín, y el subsiguiente episodio, brumoso y lleno de malentendidos, en el que trata de subir sin éxito a un tranvía en movimiento con Rachelin, que lo había invitado a comer a su casa. Y al final de esa jornada, como la infaltable y amarga cereza del pastel, las lonchitas de queso a cambio de la sopa caliente que creyó haber pedido para mitigar un poco los efectos del frío. 

Y sin embargo, es justo en esos lapsos de soledad involuntaria u obligada en los que deja asomar al flaneur que suele caracterizarlo en muchos textos, ese vagabundo del pensamiento que no cesa de efectuar comparaciones mentales con otros sitios, suposiciones, categorizaciones, asociaciones, esa suerte de lectura fragmentaria en la que hoy día se basa el arte contemporáneo. Así, en ciertos momentos hablará de los letreros en los modestos establecimientos comerciales, más iconográficos que textuales; los pasajes (una de sus más conocidas obsesiones), tan altos y vacíos como si fueran catedrales; la capa de nieve que cubre la ciudad como un campesino cubierto con la blanca lana de una oveja, o cuando se percata de que ninguna ciudad en Europa derrocha tal cantidad de cielo sobre las cabezas de los ciudadanos como lo hace Moscú, o aquel otro momento en el que examina los matices y las variantes en los lloriqueos de los mendigos, desde los que conservan aún cierta vitalidad agresiva en su insistencia, como sucede en el sur de Europa (o más específicamente en Italia), hasta los mendigos rusos, que debido a la crueldad de la intemperie, se asemejan a “una corporación de moribundos”, ya que suplican “con largos discursos a los viandantes” y “cada que pasa a su lado un transeúnte del que esperan recibir algo, uno de ellos inicia un tenue lloriqueo”. 

Lo dije desde un principio: los temas a abordar en este libro serían dignos de derrochar abundantes ríos de tinta con tal de seguir transitando por alguno de los caminos que sugiere Benjamin. Sin embargo, y pese a todos esos posibles senderos, algo que llama especialmente la atención es que en todos esos días, registrados del 6 de diciembre de 1926 hasta el primero de febrero de 1927, no deja de percibirse una especie de neblina que cubre constantemente sus encuentros con Asia Lacis. Algo en el ambiente que impide una soledad con ella mucho más fructífera, porque siempre hay alguien que está con ellos, si no es Reich es Daga, la hija de Asia, o su compañera de habitación, o cualquier otro inesperado personaje que de pronto aparece. Y tanto es así, que la única oscuridad que comparten se encuentra hasta la parte final, en la entrada del 27 de enero, y se refiere, no a una oscuridad plagada de susurros amorosos, sino a un regreso a casa de ella en el estrecho asiento de un trineo, muy apretados el uno contra el otro, después de que hablaran de la imposibilidad cada vez más evidente de una vida en común, y de que él se diera cuenta de que acaso le resultaba mucho más atrayente su afición por los viajes que una vida con Asia, sobre todo en Rusia, por más que ello resulte un curioso juego de palabras.

Releo la somera descripción que hace Sergio Pitol, del episodio amoroso incluido en Diario de Moscú, aquello del “tratado sobre la desolación”, y me parece que no podía ser más certero el dictamen. Y es que desde el primer momento en que la ve, demacrada y un tanto abotagada por una larga estancia en el sanatorio Rott, debido a una depresión nerviosa, sus encuentros estarán marcados por el desasosiego. La presencia constante de Reich, el amante de Asia, incluso para dormir en la cama del cuarto de hotel del propio Benjamin, mientras que él debía quedarse en el sofá, y todo a cambio de la gris ausencia de ésta, de sus interminables malestares y pésimos estados de ánimo, o lo que es aún peor: a cambio de ser testigo de las desagradables disputas entre ellos, concernientes a cuestiones casi siempre económicas. Todo parece ser tan distinto a lo que podríamos inferir de sus momentos en Capri, bajo la fulgurante cortina del sol meridional. El 20 de diciembre de 1926, Benjamin emite un diagnóstico general sobre la situación:

«Para mí, Moscú es ahora una fortaleza; el duro clima, que, por muy sano que me resulte, me afecta también mucho, el desconocimiento de la lengua, la presencia de Reich y la forma de vida tan limitada de Asia son otros tantos bastiones, y sólo la imposibilidad total de avanzar, la enfermedad de Asia, o, por lo menos, su debilidad, que relega a un segundo plano todas las cosas personales que puedan afectarla, sólo eso hace que toda esta situación no me deprima por completo.»

Y no obstante, hay algo que enrarece aún más el episodio, porque en algún momento, Asia habla de “todo lo que pudo ser” con ese tono de los que saben que ya no será. De alguna manera lo culpa de que en esos momentos no estuvieran viviendo en una isla desierta con un par de hijos en común. Todo gracias a su sorprendente indecisión. Pese a todo, Benjamin consigue leerle el pasaje de las arrugas, contenido en las páginas de ese librito extraño y luminoso que llamó Einbahnstrasse (traducido al español como Dirección única o Sentido único), y además registra minuciosos acontecimientos que tienen que ver con el mirarla a ella de una manera tan intensa, que a veces no podía poner atención a lo que decía, con la sospecha anhelante de que también ella lo amaba, a su manera un tanto pedregosa; con el sopesamiento de cada instante en que logran entrechocar las miradas y se intercambian tenues aunque significativos contactos físicos. 

Y se conoce el resto de la historia: al final se despedirán abruptamente, cuando, después de agotar el poco tiempo restante con una conversación insulsa en el cuarto de hotel, en uno de esos vanos intentos de postergar lo inevitable, ambos se dirigen en trineo a la esquina de la Tverskaya. Benjamin todavía alcanzará a besarle la mano arrebatadamente cuando ella se baja, y él, por último, se dirigirá a la estación de trenes dibujando una extraña figura con su voluminosa maleta sobre las piernas, mientras llora sin consuelo antes de partir de regreso a Berlín entre las calles cada vez más embebidas por la noche moscovita. 

Por fortuna los aciagos días de Portbou aún están a varios años distancia.


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Conferencia leída en las salas A y B de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM el 21 de septiembre de 2009.

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