lunes, 9 de junio de 2014

Glosa, de Juan José Saer



Glosa, 1985

La mañana del 23 de octubre de 1961, Ángel Leto, en lugar de ir a su trabajo, decide bajarse del ómnibus y ponerse a caminar por la céntrica calle de San Martín hacia el Sur durante veintiún cuadras hasta la Plaza de Mayo. En el trayecto se encontrará con el Matemático, mayor que él por varios años y con una apariencia —antípoda exacta de Leto— aristocrática, elegante, y entonces se pondrán a comentar los acontecimientos de una fiesta de cumpleaños a la que no fueron invitados. 

Ambos, sin embargo, conjeturan e infieren, a partir de un par de versiones que han oído —una de ellas de boca de Tomatis, poeta y periodista que encuentran durante el propio trayecto— y que en varios momentos, de la mano de un narrador que cada tanto reafirma su presencia colocando acotaciones y dudas en donde bien podría haber sobreentendidos, se intercalan con viajes relámpago por el tiempo, de tal modo que veremos algunos episodios de su pasado, pero sobre todo de su futuro —un futuro que también ya es pasado—, en el que los dos personajes, uno más directamente que el otro, se dirigen en curso de colisión contra la maquinaria de la dictadura que se estableció en Argentina desde 1966.

La caminata se efectúa en línea recta, pero no sucede lo mismo con la trama de la novela. Saer apuesta por un estilo narrativo que recuerda al rizoma deleuziano, aunque aplicado «en tiempo real». Es decir, la sustancia de la narración nace de una caminata, pero de ahí pasa, sin contratiempos, a una charla, de la que a su vez pueden nacer las evocaciones, pero también pueden desprenderse las interpretaciones —o reinterpretaciones, las «glosas», que pueden multiplicarse sin cesar— y los cuestionamientos a lo que se ha dicho o pensado, con lo que el primer juicio de los protagonistas se va transformando en un espacio temporal relativamente corto.

De ahí la posible complejidad de Glosa para el lector común, a quien le puede costar trabajo adentrarse en esa ebullición prosística de Saer. Aunque si tal vez insiste y logra aprehender el vaivén narrativo, la novela soltará amarras y fluirá, a veces trabajosamente, a veces con suavidad, como el tráfico que acompaña a los protagonistas las veintiún cuadras rumbo a los últimos instantes de Leto... y de regreso.

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