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En un intento vano por desenmascarar al mundo alejándose conscientemente de su propia existencia, un joven de 25 años decide que se sumergirá en un dolce non far niente, que por cierto, nada tiene de dulce. Al despertar de un sueño con abundantes elementos geométricos, decide que ya no hará más todo aquello que constituía su rutina: no acudirá a su examen de sociología en la universidad, más aun: dejará de asistir a clases, además de que no volverá a tener contacto con ningún amigo o conocido, y comerá siempre lo mismo en el entendido de que el alimento será simplemente el combustible necesario para su cuerpo, y no una finalidad en sí misma. Todo para dedicarse a la contemplación no tanto de las grandes cosas, sino más bien de las pequeñas, de su propia vida, de algunas calles y cines de París, sin importar que haga buen o mal tiempo, que llueva o haga sol; de los diarios y novelas policiacas que lee de principio a fin sin leerlos realmente, o de los pequeños detalles de su buhardilla, en donde se quedará durante días sin hacer nada, a veces bajo las cobijas, tan sólo escuchando a su misterioso vecino mientras abre y cierra cajones, u observando el laberinto de pequeñas grietas que ostenta su techo.
Mas todavía le queda alguna inercia, o mejor, una abulia vestida con los atavíos de la inercia: aún es capaz de visitar a sus padres en el campo, en un poblado cerca de Auxerre que los parisinos invaden durante las vacaciones de verano, y que no significará un gran cambio en su silenciosa protesta contra el sistema de cosas que trata poseer al principio y del que busca huir al final. Solamente cambiará el paisaje, lo observado, porque seguirá sin apenas pronunciar palabra, más interesado en observar la contundencia inexplicable de los árboles o los detalles de las vigas del techo. Y el regreso a la buhardilla parisina no constituirá tampoco ningún éxito, sino apenas la continuidad pastosa y acaso lineal de la vida.
Una novela atípica de un escritor atípico como Georges Perec, que por lo general bañaba sus textos con una ironía inteligente y sagaz, como aquél que responde con guiños y sonrisas a las cosas más trascendentales de la vida mientras seguimos los pasos de un hombre concentrado en la solución de diversos rompecabezas. Pero en Un hombre que duerme (la cual está narrada en la atípica segunda persona, que suele fungir como consciencia reflexiva del personaje) no es que falte la ironía, sino que se la reservará hasta el final, hasta el momento en que el lector cierra el libro y sabe que no se aprendió nada, que todo era una trampa, una mentira, tanto la soledad como la indiferencia, que Bartleby, ese personaje de Melville que inspiró este texto, es solo un hombre que se deja morir absurdamente al encarnar una protesta contra algo que nadie puede ser capaz de precisar, con lo que sólo vislumbraremos una especie de crónica desapasionada sobre el fastidio, sin los típicos odios contra la raza humana o contra sus obras. Sí, este libro es una deliciosa trampa que recomiendo a esa extraña secta de lectores atípicos que aún es posible encontrar en estos tiempos.