lunes, 28 de octubre de 2013

Anuncio una casa donde ya no quiero vivir, de Bohumil Hrabal



A pesar del humor agrio, tabernero (debo confesar que en varias ocasiones me sorprendí a mí mismo estallando en risotadas dementes), el ambiente global de Anuncio una casa donde ya no quiero vivir (Inzerát na dům, ve kterém už nechci bydlet, 1965) tiene mucho de melancólico, como si una nube plomiza enturbiara la sangre de los siete relatos. Y es que en ciertos momentos se siente la sombra del comunismo, o más específicamente, de los campos de concentración, y entonces pareciera que ese humor agrio fuera en realidad un grito impotente por la libertad perdida en manos del invasor ruso, pero que a la vez se confunde con el hastío por esa máscara que se imponen a sí mismos los personajes —casi todos ciudadanos subyugados por el sistema—, en especial ése que todos llaman significativamente Kafka, y que podría ser también el alter ego de Hrabal. 

Todos los personajes pertenecen a los estratos bajos de la sociedad, son albañiles, peones y obreros metalúrgicos, reclusas de una cárcel de mujeres (una de ellas tan bella que, cuando se bañaba, todos los obreros la acechaban por los nudos de la madera empujándose unos a otros, cosa que quizás no pasaba desapercibida para ella, que los solía obsequiar con un turbador teatro de sombras), carceleros piadosos, tipos que blasfeman en una taberna mientras hablan de sus desgracias; personajes, en fin, que bien podrían fungir como arquetipos, aunque virados hacia la caricatura grotesca, como el Príncipe, el doctor en filosofía, el pequeño empresario, meseros, taberneros, y todos aquellos que normalmente forman parte de las estadísticas del fracaso.

Ahora bien, Hrabal no recurre a la estructura típica del relato (planteamiento, desarrollo y conclusión), incluso parece evitarla para centrarse en episodios que bien podrían fungir como capítulos de una hipotética novela, aunque tampoco ese parece ser el fin de los textos. Sin embargo, eso que podría ser un gran defecto en cualquier escritor primerizo, en Hrabal se convierte en estilo, ayudado, es cierto, por un lenguaje que urde metáforas deslumbrantes, si bien es cierto que el ritmo en ocasiones resulta apresurado —en particular en los relatos que abren y cierran el libro y que intercalan el monólogo con los diálogos— y en los que las anécdotas ínfimas se suceden vertiginosamente, como en una charla enturbiada por el aguardiente.

Por último un detalle que me llamó mucho la atención: la idea de la salvación, una constante en varios relatos y que puede aparecer en detalles aparentemente insignificantes: desde la compasión y amor por los animales, algo que también aparece en Yo serví al rey de Inglaterra, hasta la humanidad disfrazada de indulgencia que muestra un guardia hacia sus reclusas, socavando con ello al sistema para el que sirve, pero salvando su alma de las tentaciones del mal: algo que no cualquiera estaría dispuesto a realizar, cegado por las férreas reglas de un sistema político en el que casi nunca hubo cabida para la fraternidad.