viernes, 15 de noviembre de 2013

Urubuquaquá, de João Guimarães Rosa


Entre paisajes campiranos, bucólicos, descritos con una poesía que además es lenguaje, algo que recuerda un poco a José Lezama Lima, y acaso a un hipotético Faulkner, si acaso el estadounidense hubiese nacido más de 10 mil kilómetros hacia el sur y hubiese crecido entre paisajes tan desérticos y exuberantes como los sertones brasileños, pero no, Joao Guimarães Rosa conforma tres novelas cortas en Urubuquaquá (que emergiera a la luz originalmente en 1956 con el nombre de Corpo de Baile) que anteceden a la compleja y deslumbrante Gran Sertón: Veredas, y que yo, incapaz de aprehender con palabras, ya no digamos con el simple vistazo de un lector común, caigo en la tentación de querer emparentar con los textos de otros autores, demostrando con ello una tendencia hacia la facilonería de una comprensión análoga que me tranquilice, cosa que jamás ocurrirá con Guimarães Rosa, pues apenas uno cree que ha descubierto el secreto de su estilo, exuberante como la más lujuriosa construcción barroca, él saca de la chistera una nueva imagen, aún más inesperada que la anterior, y además, entonada a la manera de las canciones. 

Las tres nouvelles tienen al sertón como escenario, ese paisaje semidesértico del Brasil, de tierras para el ganado, para el accionar de los vaqueros, con una biodiversidad que adereza con colores ardientes las anécdotas humanas. Pedro Perósio de “El aviso del morro”, es el primer arquetipo: un Hércules descalzo ocupado en servir de guía a forasteros pero también en enamorar a las jovencitas de las fazendas, con lo que se gana el odio de los otros hombres, despreciados en sus quereres por aquel portento de estatura y músculos, capaz “de levantar del suelo a un jumento arreado, cargándolo en los brazos por medio kilómetro, esquivando sus coces y mordiscos”. Así, en un “julio agosto”, tras servir de guía a un grupo de fuereños, y con el llamado del destino en forma de una fiesta que servirá para urdir una traición, pero también —y principalmente— para encontrar la alegoría de ésta a través de una guitarra y una canción, Pedro Perósio estallará con toda la fuerza dormida en su cuerpo de guerrero épico y entonces se hará realidad un episodio de muerte y huida por las sendas de los Gerais. 

En “Cara-de-bronce”, Guimarães Rosa se reinventa completamente y emprende una suerte de puesta en escena que al mismo tiempo es una historia nacida de la música contadora de historias, como si de esa guitarra y esa voz que cada tanto se intercalan en la historia surgiera también el segundo arquetipo: un hombre de pasado misterioso, dueño de grandes extensiones de tierra fértil por las que sin embargo no siente un gran apego; se sospecha una malograda historia de amor, el ansia de conocer aquello que la vida le negó a través de las palabras que otros le vierten en los oídos.. Varios vaqueros se juntan para describirlo en coro o intercalando las voces, y entonces la novelita se convierte en una aventura de esas que se cuentan al calor de una fogata, aunque de una manera musical, o fílmica, o ambas cosas a la vez, con todo y las indicaciones del director de escena, incluida aquella en la que comprende el hastío del lector común ante una narración como ésa “muy mala para contarse y para oírse”, pero cuestionando al mismo tiempo esa avidez por el momento de la muerte, como si los otros momentos que componen una vida carecieran importancia. 

Finalmente, en “La historia de Lelio y Lina” Guimarães Rosa nos obsequia una inesperada historia de amor. Si nos ponemos quisquillosos, la realidad es que en las tres nouvelles el amor es un motor o un paraje anhelado, pero en este caso los protagonistas son seres desfasados en el tiempo, almas que habrían podido unirse merced a su implacable atracción de no ser por algunos detalles casi insalvables: Lelio es un vaquero joven y, si hemos de creer a las varias mocitas que lo miran entre suspiros, también es apuesto. Es valiente y está siempre a disposición de los amigos. En un principio parece amar a la joven hija de un propietario de fazenda. Un amor imposible, vamos. Y tras alejarse de ella para seguir los rumbos de su oficio, conocerá a Rosalina, una viejecita singular en la que intuirá, al igual que ella, a su alma gemela. Relación rara y bienhechora para Lelio, que de inmediato la pone al corriente de su vida, y ella, siempre musical, siempre con la frase exacta para apaciguar su corazón, lo escucha y lo hace comprender ciertos secretos de la existencia. Sin embargo, ninguno trata de engañar a la naturaleza: Lina aconseja a su “Mocito” para que busque el reposo del amor, una madre para sus hijos, y para ello le habla de las jovencitas de la región, mostrando virtudes y defectos. Y Lelio en verdad lo intenta, mas ese mismo éxito que su buena estrella le otorga con las mujeres en primera instancia, se vuelve en su contra cuando quiere envejecer con alguna. Y entonces va comprendiendo que debe buscar en otros senderos, que alguien que acaso lo espera en otro lugar con el fin de que llegue a su destino. Pero cuando debe partir, se detiene: Lina. La viejecita. Una suerte de madre —o abuela incluso— perfecta. Pero también esa amante que nunca fue, que nunca será: «Ahora que tú estás llegando yo ya me voy… Somos contrarios. Derecho y reverso… O yo nací demasiado temprano o tú naciste demasiado tarde. Dios castiga sólo con pesadillas. ¿No habrá sido un castigo?...» La partida de Lelio no tiene sentido sin Lina. Y, por fortuna para ellos, aún podrán huir de todo como si fueran amantes, o mejor, como en un rapto, el novio rapta a la novia para empezarlo todo desde cero, sin perder de vista que la novia es una anciana, una viejecita. Mas una viejecita que es como una flor.



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