lunes, 13 de diciembre de 2010

La ciénaga definitiva, de Giorgio Manganelli


Tras huir de una ciudad en la que sólo le aguardaban las llamas de una hoguera, tan alta como un elegante edificio, un hombre lleno de inconfesables culpas llega a un pueblo habitado por ladrones, asesinos, mujeres inmundas, viciosos de las calañas más despreciables y otras varias suertes de fauna nociva. Y allí se enterará, gracias a un viejo oculto entre las sombras, de la existencia de quizá el único lugar que podría acogerlo para conseguir reencontrarse con la tranquilidad anhelada, con el sueño y acaso consigo mismo: una ciénaga putrefacta, residencia de miríadas de insectos repugnantes, de vapores malsanos, aguas corrompidas y acaso de innumerables sepulcros para cadáveres de incautos que nunca supieron cómo esquivar su viscosa extensión y sucumbieron al tratar de huir de ella. Una ciénaga definitiva a la que es muy difícil llegar e imposible salir, en la que los límites serán tan difusos como su forma, en constante e interminable transformación, y en la que el día y la noche parecerán trenzados sin la lógica simétrica que suelen guardar para el común de los mortales, tal como podría suceder en la propia eternidad.

Y allí llegará el hombre, acompañado por un extraño caballo que representa a la perfección a la caballinidad, y que será fundamental para encontrar una casa plantada justo en el centro de la ciénaga, una casa que más parece un barco navegando entre la ductilidad de la ciénaga, construida quién sabe por quién, o quizá tallada en una misteriosa (y monstruosa planta) que dará al único habitante el poder de convertirse en rey de todos aquellos innumerables vasallos que reptan o trepan o se arrastran, mientras se multiplican y se alimentan en un frenesí de fornicaciones, muertes y cacerías. Y en esa casa, el hombre se entregará a una retahíla de elucubraciones alucinantes acerca de la ciénaga, hasta el momento terrible e inevitable en el que tendrá que vérselas con el propio espíritu de la ciénaga, esbozado entre los lodazales y aguas estancadas como uno de esos iconos que los antiguos solían grabar en majestuosas rocas.

Cuando la muerte sorprendió a Giorgio Manganelli en mayo de 1990, sobre su mesa de trabajo reposaba una de las últimas revisiones de La palude definitiva (La ciénaga definitiva), aunque dicho título no lo puso Manganelli, sino que se tomó de la vislumbre que el protagonista hace en el tercer capítulo. Es una de las más extrañas novelas que me ha tocado leer, ya que su trama se escurre a través de un lenguaje denso y fulgurante, en el que la imaginación, al igual que en obras como la magistral Dall inferno (Del infierno) o Encomio del tiranno (Encomio del tirano), se desborda en un vértigo de escenarios estrafalarios, maravillosos, terribles, no pocas veces escatológicos, pero en los que siempre el mayor protagonista es el propio lenguaje, capaz de engendrar mundos llenos de apasionante ironía, abundantes guiños a tradiciones literarias y un humor difícil de olvidar.

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