miércoles, 12 de mayo de 2010

Los caballos de Abdera, de Leopoldo Lugones


En las tierras de Tracia, bañadas por el Egeo, los pobladores descollaban en una actividad asaz honrosa como lo era la doma, y por qué no decirlo, la adoración de los caballos. Y descollaban hasta tal punto, que incluso las bestias comenzaron a exhibir características de la inteligencia y las pasiones humanas, aunque ciertamente no las consideradas como más virtuosas: alguna yegua, dominada por la vanidad, exigió espejos en su caballeriza, dando muestras de indudable coquetería ante ellos; el hermoso potro blanco de un general del ejército murió de amor por la esposa de éste, lo cual no dejaba de halagar al militar; y otros más se resistían a la esclavitud del yugo y sólo podían ser obligados con el hierro candente. En fin, el desarrollo de la conciencia y las pasiones en los equinos, así como un continuo y fatal gusto por los pescados, el vino y las plantaciones de cáñamo, comenzaron a fraguar un espíritu de rebeldía en los caballos, hasta que una noche de marea alta estalló la revuelta entre ríos de sangre. Tomaron por sorpresa a los pobladores, reventaron a coces las puertas, atropellaron a no pocos habitantes bajo el peso de sus cascos, trituraron a mordiscos a otros tantos, y hubo casos de bestiales amores perpetrados contra las hijas de los hombres.

La población, mermada, organizó la resistencia desde la fortaleza de la ciudad. Tenía imposibilitada cualquier escapatoria debido al sitio que organizaron los caballos. Y cuando uno de ellos cruzaba cerca de los muros, era acribillado con dardos y arrastrado al interior para servir de vitualla. Sin embargo, era imposible abandonar la ciudad a una destrucción insensata y por ello se planeó un contraataque. Empero, lo mismo pensaron los caballos y algunos incluso consiguieron colocarse sus armaduras de batalla, con lo que los dardos les rebotaban como si de gotas de lluvia se tratara. Embistieron varias veces la fortaleza desde los extremos de la ciudad y las murallas retumbaron terriblemente ante la granizada de cascos. A ese paso no resistiría mucho.

Y justo cuando las murallas estaban por caer y desatarse una horrenda carnicería, los caballos quedaron atónitos con algo que se acercaba desde el horizonte. Una bestia antediluviana, gigantesca, cuya cabeza de león sobresalía por encima de los más altos árboles, y la cual se acercaba con lentitud oceánica entre el crujir de la maleza y los árboles. Ante esa visión terrible y pese a su número y poder, los caballos huyeron en estampida hacia tierras macedonias. Invadidos por el pánico, los habitantes de la ciudad ya preferían el acoso de los caballos, hasta que de pronto, en vez del atroz rugido de la bestia se escuchó un grito humano, reconocido con alegría por los habitantes de Abdera: era Hércules, quien bajo la cabeza del león llegaba para salvarlos mostrando su deslumbrante porte divino.

"Los caballos de Abdera", cuento contenido en el volumen de 1906 titulado Las fuerzas extrañas, es una historia prodigiosa del argentino Leopoldo Lugones, quien es considerado un fundador del cuento fantástico en Latinoamérica (e innegable influencia para Borges y Bioy Casares), mucho debido a que sus textos tienen el aire y la cadencia de los mitos antiguos, mas con un estilo totalmente modernista, con lo que varios escritores encontraron un nuevo sendero en la narrativa del siglo XX.