viernes, 6 de marzo de 2009

Sin destino, de Imre Kertész



El Holocausto Judío y la Segunda Guerra Mundial, han sido temas muy tratados en la literatura y el cine (a veces hasta la exasperación, como suele suceder cuando un tema obsesiona a los "creativos" guionistas de Hollywood) durante los últimos sesenta años. Las palabras que más se han utilizado cuando se habla de esa experiencia, son "horror", "infierno", "maldad", "calamidad", etc. E inevitablemente, uno se contagia de la oscura perspectiva que generan semejantes palabras; en el imaginario, al menos en el mío, ese acontecimiento siempre había sido la sima más profunda a la que puede llevar la delirante estupidez de una idea. Una especie de arquetipo moderno de la maldad racional, a pesar de que no ha sido el único en la decena de miles de años que conforman la historia humana; o por lo menos en aquella que cuenta con registros, porque es casi seguro que desde que el homo sapiens empezó a propagarse por la tierra, ha habido un sin fin de sucesos llenos de injusticias y esclavitudes.
Creo que por eso fue tan profundo el desconcierto que experimenté al leer Sin destino, de Imre Kertész. Me explico: nunca antes había encontrado a alguien que hablara de sus días en un campo de concentración Nazi como de una época dorada, como de algo parecido a la felicidad. En especial porque todo se narra en primera persona, desde la perspectiva de una "víctima". Por supuesto, está latente la posibilidad de que Kertész estuviera jugando a espantar al lector desprevenido, a escandalizar a todos aquellos que suelen hacer lecturas que sólo remueven el polvo de la superficie. Y sin embargo, no creo que sea exactamente una provocación. La novela (que según él mismo aclaró: no es una autobiografía) se desarrolla al más puro estilo de las Bildungsroman: está presente el viaje, el descenso a los infiernos, la ausencia, la memoria (si bien siempre trasminada por la duda); es decir, el protagonista es apenas un adolescente cuando de pronto se ve envuelto por acontecimientos que quizá nunca comprenderá, pero que constituyen su etapa de crecimiento.
La prosa, fría como piedra, carece de los previsibles patetismos ante las terribles escenas que se describen. Y termina siendo una especie de piquete en el culo de cualquier moraleja que se pudiera inferir al final de la novela. Es sólo un montón de cosas que suceden antes del inevitable retorno a casa. ¿Y después? Kertész hace ver que no queda más remedio que seguir adelante con la vida, en donde acaso también otra clase de felicidad esperará en cualquier recodo del camino, como si fuera una trampa.