lunes, 23 de marzo de 2009

Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño


Ruinas y fragmentación en Los detectives salvajes

Antes que cualquiera de las anécdotas, la fragmentación parece ser el tema principal en Los detectives salvajes, quizá la obra más conocida de Roberto Bolaño hoy en día. Es decir, la imposibilidad de conocer algo con certeza absoluta. Lo falso y lo verdadero intercambian máscaras y entonces el lector siempre estará a merced de las trampas que propone la novela de Bolaño. Esta perspectiva en sí misma podría resultar paradójica, sobre todo si se piensa en que la novela de Bolaño tiene la estructura que se acostumbra utilizar en las novelas policíacas, aún cuando se desdoblen de formas insospechadas, como El hombre que fue jueves, de G. K. Chesterton; o Cosmos, de Witold Gombrowicz; quien al reflexionar sobre ésta última novela en su Diario, dice: “¿Qué es la novela policíaca, sino el intento de ordenar el caos?”. Ordenar el caos. Tal como parece ocurrir con la búsqueda absurda de las huellas de Cesárea Tinajero; el intento (no sabemos de quién), de mostrar las pasos de Ulises Lima y Arturo Belano a través de un puñado de ciudades desperdigadas por buena parte del mundo; un intento –las más de las veces paródico, cuando no infructuoso o meramente tangencial– de ordenar un caos. Los motivos por supuesto son varios y casi todos ellos convencionales: la iniciación de un adolescente, la exploración del lenguaje, la crítica literaria, la temporalidad múltiple, la búsqueda, el viaje (y por ende, la descripción exhaustiva de los escenarios); es decir, el papel fundamental que juegan los mapas mentales en el recorrido de los personajes a través de la novela. Sin embargo, y esto ya lo adelanté algunas líneas atrás, esos mismos motivos se colocan ante una luz que los vuelve extraños, inciertos, paródicos, y que hace pensar en que la anécdota es sólo un velo tras el cual la narración se sobrepasa a sí misma, y que da como resultado el retrato de una época.

* * *

Pero revisemos ese velo.
De entrada, en la primera de las tres partes que constituyen la novela, estamos ante el diario de Juan García Madero, un joven estudiante de derecho de apenas diecisiete años de edad. No se nos dice más, salvo que es huérfano y que acaba de ingresar al dudoso movimiento del realismo visceral de poetas del D.F., un movimiento creado por el mexicano Ulises Lima y el chileno Arturo Belano, quienes fungirán como los personajes principales de la novela. Se describe el mundillo literario en la ciudad de México de la década de 1970, y es también una suerte de iniciación del propio García Madero, ya que, como sucede en las Bildung Roman más tradicionales, sorteará varias pruebas (como su iniciación en el mundo de la poesía, la ruptura de su propia virginidad, la inmersión en la nocturna ciudad de México, la lucha contra la escalofriante “bestialidad” de Alberto, la fuga final hacia el desierto con Lupe) en el camino hacia la madurez. En esta parte aún no se vislumbra ese intento de “novela total”, que se detecta una vez que se concluye la novela (ese anhelo que estuvo tan en boga en autores europeos de principios del siglo XX y que años más tarde algunos autores del Boom latinoamericano tratarían de emular), y que Bolaño propone, y esto quizá sea lo novedoso en Los detectives salvajes como camino hacia la fragmentación.

El legado mexicano de Bolaño, quien vivió en México una década decisiva, la que va de la adolescencia a la juventud parece muy distinto al dejado por los novelistas anglosajones. D.H. Lawrence, Lowry, Greene, o Aldous Huxley abrieron, cada uno con una llave distinta, puertas a la percepción de la nueva y la vieja religión (el tema de la resurrección de los ídolos), el jardín del Edén (en Bajo el volcán), la parodia del martirio cristiano (El poder y la gloria) o de cierta espiritualid pre–hippie (Ciego en Gaza, de Huxley). A Bolaño lo tienta una visión total (propósito imposible) y la frontera de su México imaginario coincide con los límites de su obra. Me da la impresión, vaguedad que debo explicar, que Bolaño como “extranjero” se asemeja a los pintores de origen alemán que se volvieron mexicanos en la segunda mitad del siglo XX (Paalen, Gerszo, Von Gunten). Un México que en el fondo no tiene anécdota, un país verdadero al que se le ha sustraído lo que la identidad tiene invariablemente de folclórica. México, en Bolaño, es menos que un relato, una superficie pintada, una visión. Esta impresión mía quizá se deba (como ocurre con frecuencia en la lectura más comprometida) al efecto de ciertos párrafos que funcionan como acceso a toda una obra, en este caso, lo mucho que me impresionaron aquellos que Bolaño dedica a los retardados atardeceres en el Distrito Federal, lo cual me permite imaginar Los detectives salvajes bajo la forma de un eterno crepúsculo. (1)

Dice Domínguez Michael (y con ello podemos aportar un poco más de luz en el proceso de iniciación en el que García Madero discurre durante la primera parte) que el propio Bolaño vivió el tránsito “de la adolescencia a la juventud” en México, aproximadamente de los quince a los veinte años. Con ello se explica, por un lado, la importancia del lenguaje, que se afirma y se niega al mismo tiempo, que se desplaza del cultismo hacia la vulgaridad con la rapidez y la sutileza del acróbata, siempre entre esos dos adjetivos antagónicos que sin embargo se tocan las espaldas a lo largo de toda la novela. Por otro lado, está la minuciosidad en la descripción de la geografía. La reconstrucción imaginaria de la ciudad vista a través de los ojos de un trashumante. Domínguez Michael menciona también que el México de Bolaño es un país "al que se le ha sustraído lo que la identidad tiene invariablemente de folclórica", y con ello entramos a la cuestión de "no pertenencia" que emparenta a la mayoría de los personajes de la novela, porque continuamente están cambiando de lugar, sin tiempo para generar raíces en ningún suelo, y por consiguiente, tampoco una identidad fácilmente localizable. Así, al final de la primera parte García Madero sabe que siempre había querido marcharse y huye con Lima y Belano hacia el desierto fronterizo con el pretexto de proteger a Lupe, dando paso al rompecabezas de veinte años de andanzas de Belano y Lima.
Si en la primera parte, la fragmentación estaba latente sólo mediante ciertas dudas que se sembraban en el discurso de García Madero: "Mucho más tarde, lo recuerdo vagamente [...] alguien volvió a sacar el tema de la nacionalidad de Belano, tal vez fuera yo, no lo sé, y todos se pusieron a hablar de él", o también: "Oí risas. Creo que yo también me reí. Creo que me reí mucho", discurso con el que se crea ese ambiente de ambigüedad en el que resulta imposible adjudicar certeza a casi ninguno de los episodios; para la segunda, la fragmentación pasa además hacia la estructura misma, hacia el esqueleto de la novela. Después de su misterioso viaje a Sonora, Ulises Lima y Arturo Belano parten con rumbo a Europa, donde finalmente se separan. A través de diversos “testimonios” nos vamos dando cuenta, un poco vagamente, de que Ulises regresa a México años más tarde; mientras que Arturo permanece en Europa, consigue cristalizarse como escritor y acaso encuentra la muerte (en diversos momentos se habla del mal hepático que se le va desarrollando, mismo que terminaría con la vida del propio Bolaño) en ese estado de exilio permanente, aunque nunca se nos aclara el destino final de ninguno de los dos. Siempre los vemos desde la mirada del otro (y con ello se genera cierto guiño paródico a la famosa "otredad" de Octavio Paz, el gran monolito mexicano, así como cuando se habla de su némesis del desierto: Horacio Guerra, o de su batalla muda con Ulises Lima en el Parque Hundido), sin conocer nunca sus propias perspectivas, su propia versión de los hechos. Todo acontece como en los procedimientos arqueológicos, en los que las hipótesis se generan a partir de la disposición de las ruinas, o más aún: como en las novelas policíacas, en donde las escenas se dibujan reconstruyendo un rompecabezas de pistas –a veces contradictorias, a veces meramente tangenciales– de quienes tuvieron conocimiento de ellos. El lector tomará el lugar del detective, será quien arme el rompecabezas. Y como en toda reconstrucción, habrá lugar para la diversidad de interpretaciones.

Todo el tejido narrativo crea una atmósfera de vaguedad, de falta de certeza. El itinerario de la historia está marcado por voces, tiempos y espacios bien determinados que, no obstante y paradójicamente, construyen una estética de la imprecisión. Los personajes de Ulises Lima y Arturo Belano se dibujan y se desdibujan en otras voces, la historia está abierta y el lector no puede saberlo todo ni lo sabrá. El deseo insatisfecho, el otro inalcanzable, la quimera de conocer. Bolaño plasma así la incertidumbre que define esta época, la certeza de la no existencia de una verdad ni de un absoluto, la sospecha o la certidumbre de tomar por cierto lo falso y viceversa. Allí está la voz de Guillem Piña para confirmarlo dentro de la trama: "Pero todo eso ahora no existe: es más una certeza verbal que vital. Lo cierto es que un día todo se acabó y me quedé solo con mi Picabia falsificado como único mapa, como único asidero legítimo". (2)

Una "estética de la imprecisión", dice en su artículo María Antonieta Flores, y es de resaltar que desde su perspectiva, la fragmentación actúe como una categoría estética, algo que recuerda bastante las teorías de Walter Benjamin, derivadas a su vez de las estructuras discursivas usadas por Nietzsche, Blanchy y, un poco más remotamente, por Pascal. A saber: la fragmentación como un recurso ante la imposibilidad de alcanzar una certeza absoluta; o bien, la visión del fragmento como una especie de hilo con el cual se tejen distintas posibilidades, todas ellas con el significado en movimiento perpetuo, tal y como sucede en las alegorías. En este segundo apartado, además cambia la temporalidad con respecto al primero y al tercero, casi como si ambos, claramente continuos, fueran una especie de cápsula temporal que alguien separara para dejar salir los pequeños y multitudinarios instantes de veinte años en el futuro. Al respecto, dice Julia Elena Rial:

Al elaborar una temporalidad cronológicamente detallada, al globalizar la intriga detectivesca y descentralizar la cartografía cultural de los personajes, sometidos al vacío de la inmigración, la novela se parece más a un estanco del mundo actual que a una ficción literaria. El supuesto grupo de poetas viscerales, mímesis de otros iniciáticos de la vanguardia mexicana a principios de siglo, habrían inspirado el neo-realismo barroco que, en Los detectives salvajes exalta la imagen, desintegra las barreras de la moral tradicional para desmarcar los límites entre realidad y ficción, a través de una exagerado desarrollo de la acción con personajes escasamente diseñados y con muy pocas vinculaciones afectivas y huérfanos de creencias teleológicas. Cada uno de ellos encarna un despropósito personal, pero todos coinciden en la búsqueda visceral de Cesárea Tinajero.(3)

Y aunque en el texto anterior hace hincapié en que la novela parece más un "estanco del mundo actual", termina diciendo que la acción está muy por encima del diseño de los personajes. O bien: el volumen de los personajes resulta rebasado por la anécdota en cuanto cadena de acontecimientos, mientras que ella misma sólo se puede contemplar en su totalidad una vez que nos alejamos varios pasos, en un hipotético espacio ficcional, semejante a como sucede con algunos cuadros de gran formato o con algunos acontecimientos históricos. Así pues, en la tercera parte, que en realidad es la segunda, regresamos al diario de García Madero, otro personaje que se diluye también, después de los días del diario, detrás de la ventana de un Ford Impala en el desierto de Sonora. Todo a pesar de la nueva condensación temporal, porque no obstante la claridad del paso de los días y del registro más o menos minucioso de los acontecimientos, igual que en la primera parte, sólo nos enteramos de que allí empezará el periplo de los fundadores del realismo visceral y la subsiguiente disolución de cualquier tipo de información acerca Juan García Madero, el hilo conductor en casi la mitad de la novela. Ahora bien, ésta funge como tercera parte porque la búsqueda de Cesárea Tinajero es el elemento sincronizador de la novela, la columna vertebral que dará pie a los sucesos más importantes. A partir de ese encuentro, es como se narran las precedentes y las posteriores peripecias de los personajes principales.
La búsqueda de Cesárea Tinajero es también simbólica en un sentido platónico de la palabra, porque es como si buscaran la tierra prometida de la poesía o incluso una suerte de maternidad poética. Cuando Amadeo Salvatierra habla de los estridentistas y dice que “todos los poetas, incluso, los más vanguardistas necesitan un padre. Pero ellos eran huérfanos de vocación” abunda en el sentido de la búsqueda; por eso resulta significativo que Cesárea muera al final de la novela, mostrando sólo la espalda, "balanceándose como un buque de guerra fantasma", como si en el momento del encuentro con esa maternidad añorada, la hubiesen perdido como se pierde al paraíso una vez que se cree apresado. Y sobre todo: en un lugar (ya que he hablado de la importancia que tiene la geografía en esta novela) que tradicionalmente se asocia con el infinito, y por extensión, con la ausencia de lugar: el desierto.

En la novela se habla de regiones, personajes históricos y escritores famosos, sin sentirse partícipes de esa memoria colectiva. Sin embargo, Bolaño recurre al recurso vanguardista de introducir la crítica adentro de la narrativa, praxis académica del post-boom literario, que tiene antecedentes en el David Viñas de 1955, cuando inserta comentarios adversos a Lugones y Borges en Dueños de la Tierra. (1985) ¿No es sorprendente que el escritor chileno rechace con una estrategia literaria re-elaborada las tradiciones de las cuales se sirve para su estilo nuevo? Dentro de esta perspectiva, Bolaño revienta el monstruo de la canonización en múltiples y diferentes fragmentos [...] (4)

Esta huida de la canonización que menciona Julia Elena Rial, es expresada en diversos momentos, siendo unos de los más memorables la delirante "genealogía homosexual" de la poesía, elaborada por Ernesto San Epifanio; la lucha con tintes bíblicos(5) que Belano sostiene contra su futuro crítico, y aquel en que parodia el honor de los poetas: los trucos para escalar en el mundo de las letras, los falsos, o por lo menos, exagerados sentimentalismos de algunos escritores nacionalistas: "Algunos dicen que soy la versión mejorada de Aurelio Baca. No lo sé. (A los dos nos duele España aunque creo que por el momento a él le duele más que a mí)". Un rompimiento del cordón umbilical semejante al que intentan los poetas del realismo visceral y un paso más en esa "transgresión de los límites" que menciona ella misma al final de su artículo.
Sin embargo, y a pesar de los motivos enlistados anteriormente, Los detectives salvajes no pueden escapar por completo de las líneas genealógicas, aun cuando éstas pertenezcan a grupos de subversión, ya que la estructura está inscrita en la tradición de novelas como Rayuela de Julio Cortázar; La vida, instrucciones de uso, de Georges Perec; Diccionario Jázaro, de Milorad Pavic; o El desfile del amor, de Sergio Pitol.

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Notas

(1) Christopher Domínguez Michael, “Apuntes sobre la Patagonia mexicana”, artículo publicado el 11 de noviembre de 2007 en “El ángel” del periódico Reforma.
(2) María Antonieta Flores, “Notas sobre Los detectives salvajes de Roberto Bolaño”, en: Verbigracia, Año III, Nº 38, 22 de enero de 2000.
(3) Julia Elena Rial, "Los detectives salvajes de Roberto Bolaño: Un obituario a la narrativa del siglo XX", en www.hispanista.com.br/revista/Julia_detectives.pdf
(4) Julia Elena Rial, Op. Cit.
(5) Vale la pena recordar la lucha de Jacob contra el misterioso ángel, después de la huida de la cólera de su hermano Essaú, cuya consecuencia es la posterior cojera de Jacob.