jueves, 21 de febrero de 2013

El héroe de nuestro tiempo, de M. Y. Lérmontov

La confesión de un prejuicio: al saber que Mijaíl Yúrievich Lérmontov estaba etiquetado como un romántico ruso, de inmediato me hinché de suspicacia, sobre todo porque conocemos lo que el lugar común describe como romanticismo: la prioridad de los sentimientos, la naturaleza idealizada, el lenguaje florido y lejano a las "rígidas" reglas de la razón, el impúdico coqueteo con los dramones... En fin, más de uno sabrá sin duda a lo que me refiero. Por ello la lectura de El héroe de nuestro tiempo (Герой нашего времени, 1841) resultó una sorpresa sumamente agradable. Y es que el texto de Lérmontov, aunque sí resulta anclado a una época muy particular —el despótico y paranoico reinado del zar Nicolás I—, no se puede arrojar a un costal tan simple como el de "romanticismo ruso". Cierto es que la trama discurre con cierta cercanía a los dramas amorosos al estilo goethiano, pero he aquí el elemento que lo desestabiliza todo: el humor negro, la exploración psicológica y la posible descripción de un retrato filosófico que bien podría abarcar varias décadas del siglo XIX, algo sin duda raro para esos tiempos y que hace de El héroe de nuestro tiempo una historia que se desdobla a cada momento generando con ello un significado distinto a cada paso.

El libro comienza con un viaje al Cáucaso de un narrador que podría o no ser el propio Lérmontov. Y allí también comienza la primera trampa, ya que dicho narrador asegura que es sólo un libro en el que recopila las impresiones de su viaje. Durante su viaje conocerá a un viejo capitán que le contará una historia entre amorosa y patética en donde surgirá el verdadero protagonista de la novela Grigori Alexándrovich Pechorin, que muchos aseguran es una especie de alter ego de Lérmontov. De inmediato salen a relucir algunas de sus características: es un militar proveniente de la nobleza de San Petersburgo que siempre consigue lo que se propone, es varonil, muy atractivo para las mujeres aunque parece incapaz de amar a ninguna y sobre todo: tiene un incurable hastío de la vida, lo que lo hace "utilizar" a todo el que se cruza en su camino. Y así llegamos a la segunda trampa: cuando todo parece indicar que será una historia de amor con todo y final feliz, resulta que estamos apenas ante el inicio, y que Pechorin será el centro de atención del narrador, quien se valdrá del relato del viejo capitán y de la única ocasión en que lo viera en persona para describirlo físicamente y elaborar minuciosas teorías acerca de su fisonomía y de cómo ésta podría estar relacionada con su personalidad. Obtendrá el diario de Pechorin de manos del capitán, y cuando le llega la noticia de su muerte "aprovechará" para dar a conocer un tipo particular de sujeto. 

Así, en la segunda parte del libro veremos a Pechorin a través de su diario, "narrado" por él mismo, mostrando sus contradicciones sin pudor, reflexionando a propósito de esa especie de maldición al no poder amar a nadie, de cómo urde tramas y subtramas en todo lo que vive, cómo descubre que su vida está en rumbo de colisión con Grushnitski, un soldado lleno de actitudes teatrales y patéticas que cometerá el error de formar el tercer vértice en un extraño triángulo amoroso, hasta que, finiquitada toda diplomacia, sostendrán un duelo (muy semejante al que al propio Lérmontov le costara la vida) del que sólo uno saldrá bien librado, aunque no por mucho tiempo.

La tercera trampa, por si alguien se preguntaba, reside en el título del libro, cosa que el propio Lérmontov advierte en el prólogo:

«El héroe de nuestro tiempo, muy señores míos, es, realmente, un retrato, pero no el de una sola persona, sino un retrato compuesto de los vicios de toda nuestra generación en su pleno desarrollo. De nuevo, ustedes alegarán que un hombre no puede ser tan malvado, y yo les replicaré que, si ustedes han creído en la posibilidad de la existencia de todos los malhechores trágicos y románticos, ¿por qué no creen en la realidad de Pechorin? Si ustedes han admirado otras invenciones bastante más horribles y atroces, ¿por qué este carácter, ni siquiera como ficción, no encuentra en ustedes indulgencia? ¿Acaso no es porque en él hay más verdad de la que desearían?»

El prólogo a muchos debió haber parecido de un sarcasmo quizás un tanto ofensivo, sobre todo si pensamos que el "héroe" padece de un par de enfermedades filosóficas muy típicas del siglo XIX: el nihilismo y el spleen. Sin embargo, también podría tratarse simplemente de un diagnóstico que anticipa por varias décadas, tanto a la época de oro de la literatura rusa (sabemos que el nihilismo jugará un papel fundamental en muchos personajes de Dostoievski, Gógol, Tolstoi, Goncharov, Turguenev, Pilniak, etc.), como a los acontecimientos sociales que sobrevendrán en Rusia durante la segunda mitad del siglo XIX, pero sobre todo en los primeros años del XX.