Son los primeros años del siglo XX en un shtetl (asentamiento judío) de la provincia de Kiev, en Ucrania, y Yakov Bok Shepsovich, reparador de oficio, ha recibido una sonora bofetada de la vida: Raisl, su esposa, lo ha abandonado después de compartir algunos años de existencia desesperada con él. Es decir, no logró concebir ningún hijo y tampoco consiguió convencerlo de que salieran de la aldea para conocer el mundo y quizás encontrar una vida menos estancada en la pobreza, con lo que decide huir de su esposo y de esa cotidianidad que ya no auguraba ningún cambio radical.
Pero todo el mundo sabe que las paradojas son una especie de motor del mundo y por eso Yakov, una vez que se ve abandonado, decide ir a Kiev para ver si en algo puede cambiar su mísera existencia, aunque para ello deba soslayar su herencia judía. Tal como en efecto sucede, por lo menos en un principio. Después de vagar por la ciudad en busca de oportunidades de trabajo, se encuentra con un borracho que duerme los vapores del alcohol en plena nieve. Y aunque duda por algunos instantes, en particular cuando se da cuenta de que el beodo pertenece al grupo antisemita conocido como Centurias Negras, al final decide ayudarlo. De esta forma, su suerte cambiará: de pronto, y casi sin esperarlo, se verá no sólo con el sincero agradecimiento del antisemita, sino con un trabajo de reparación magnificamente remunerado, y además, pocos días después, empleado como supervisor en una fábrica de ladrillos propiedad del antisemita, que está lejos de ver en él a un judío, y por si fuera poco, con la perspectiva de obtener los favores amorosos de su hija, una chica cercana a los treinta años de edad y con el defecto de una desagradable cojera.
Pero todo el mundo sabe que las paradojas son una especie de motor del mundo y por eso Yakov, una vez que se ve abandonado, decide ir a Kiev para ver si en algo puede cambiar su mísera existencia, aunque para ello deba soslayar su herencia judía. Tal como en efecto sucede, por lo menos en un principio. Después de vagar por la ciudad en busca de oportunidades de trabajo, se encuentra con un borracho que duerme los vapores del alcohol en plena nieve. Y aunque duda por algunos instantes, en particular cuando se da cuenta de que el beodo pertenece al grupo antisemita conocido como Centurias Negras, al final decide ayudarlo. De esta forma, su suerte cambiará: de pronto, y casi sin esperarlo, se verá no sólo con el sincero agradecimiento del antisemita, sino con un trabajo de reparación magnificamente remunerado, y además, pocos días después, empleado como supervisor en una fábrica de ladrillos propiedad del antisemita, que está lejos de ver en él a un judío, y por si fuera poco, con la perspectiva de obtener los favores amorosos de su hija, una chica cercana a los treinta años de edad y con el defecto de una desagradable cojera.
No obstante, Yakov vivirá en un constante sobresalto debido a no haber declarado su origen judío desde un inicio, con lo que una suerte de desventura empezará a perseguirlo, algo que recuerda a las viejas maldiciones que abundan en el Antiguo Testamento, y todo ello a pesar de ser más librepensador que religioso, más cercano a Spinoza que a la Torah. Y es que ser capataz en la fábrica de ladrillos entraña un terrible riesgo, ya que está ubicada en un distrito de rusos "puros", vedado para los judíos. Y cuando sucede el terrible asesinato de un niño ruso, nadie dudará en culpar a los «sucios» judíos, a quienes acusarán ridículamente de haberlo matado con fines rituales, para engullir su sangre en massot, el pan de tradicional de la Pascua judía. Por supuesto, el chivo expiatorio será Yakov, con lo que comenzarán los interminables, oscuros, amenazadores y vesánicos días de su encierro en la cárcel mientras permanece a la espera de un juicio justo, en el que todos se den cuenta de su inocencia.
El grado de intensidad que alcanza El reparador (The Fixer, 1966), haría de cualquier adjetivo que quisiera etiquetarla una facilonería. Por principio de cuentas, está basada en una historia real que tuvo eco en buena parte de Europa entre 1911 y 1913, cuando el judío Menahem Mendel Beilis fue acusado del asesinato de un chico de 13 años en Kiev. Peo más allá de eso, la novela, comenzada con un tono entre proverbial y satírico, poco a poco se va precipitando hacia un frenético e infernal descenso lleno de humillaciones e injusticias, entre un sinfín de delirios y tensiones psicológicas, con una esperanza que, si bien en un principio luce diáfana e inequívoca, poco a poco se convertirá en algo más parecido a un espectro burlón y pesadillesco en manos de todos aquellos que parecen estar confabulados para perder a Yakov: desde el fiscal, las autoridades rusas, los guardias, algunos presos, los testigos pagados para ese fin, e incluso algún traidor correligionario, y todo para obtener algo que justifique el colosal pogromo que podría acabar de una vez y para siempre con la raza hebrea en la Santa Madre Rusia. Y aunque el lector fungirá como mudo e impotente testigo de todas las tropelías que deberá sufrir Yakov, al final obtendrá el nada despreciable triunfo de ver cómo la dignidad de Yakov será lo único que prevalezca entre ese océano de ignominia. Y sólo por ese triunfo, descrito con maestría por Malamud, habrán valido la pena las intensas horas de angustia que es capaz de producir El reparador.