En 1943, en medio de la dominación alemana en Polonia, el manicomio Tworki –tan famoso en la cultura popular polaca que decir «éste está para Tworki» es como decir que alguien está totalmente deschavetado– es una especie de paraíso en medio del infierno. Jurek, un poeta escondido bajos los atavíos de un contador, está decidido a contar una historia que «en verdad sucedió» cuando obtuvo un empleo como parte del personal administrativo del manicomio. Allí conoce a Janka, a Olek y a la misteriosa Sonia, que parece haber escapado, no se sabe cómo, de la Gestapo. El ambiente de reclusión, antes que producir tensión en el personal, pareciera ser una válvula de escape para la locura más espesa y corrosiva de la guerra que se lleva a cabo abstractamente allá, afuera de los muros de Tworki. Y así lo demuestra el lenguaje con el que Bieńczyk colorea las páginas de Tworki (El manicomio): un tanto arcaico, rimado o con construcciones gramaticales que depositan los verbos hasta el final, como si estuviéramos entre las descripciones de una vieja fábula que mostrara la versión menos oscura de la historia, un mundo que, si caemos en la tentación, podríamos llamar «alegre», aunque constantemente cernido por la oscuras nubes de la guerra.
Sonia, inasible y rotunda a la vez, se convierte en una especie de musa a lo largo de la novela, un ser casi etéreo que ilumina a los demás personajes con el halo de su misterio. Es la encarnación de la mujer ideal e inaprensible, en este caso por su destino aciago, al igual que su contraparte masculina, Olek, con sus cabellos rubios y su gran habilidad para jugar al fútbol, y que en otras circunstancias tal vez habría sido el hombre con el que ella envejecería, pero que aquí, sin embargo, será uno más de los soldados que ofrendarán su vida en los sesenta días del levantamiento polaco de 1944.
La novela boga durante muchas de sus 222 páginas por paisajes idealizados, descripciones salidas de la imaginación de Jurek o de su afición por mostrarlo todo a través del risueño filtro de sus ojos. Los locos –que, caso curioso, no alegorizan satíricamente a la sociedad ni se convierten en símbolos o metonimias, sino que, por el contrario, carecen de un peso visible– tienen nombres «sacros» como El Zorro, Goethe, Durero; o como Antiplatón, el único de ellos que siginificativamente encarna el mito del poeta loco, lúcido y bobalicón al mismo tiempo. Y así la trama, apenas esbozada a lápiz, se esconde a cada rato entre los pliegues del lenguaje, lo mismo que el sol cuando se esconde entre las nubes, y entonces al lector se le dificulta recordar cuál es la situación de fondo que, tarde o temprano, se entremezclará con el mundo ideal que transcurre dentro de los muros de Tworki.
Sólo al final, entre una serie de palabras que parecieran describir circularmente los acontecimientos que detonan la novela –la muerte de la inescrutable Sonia– Marek Bieńczyk deshilachará de un solo golpe los cabos que, de otra suerte, habrían pertenecido al reino de los sueños siempre felices. Y por eso él mismo asegura, en una especie de justificación por haber creado un mundo alterno, y acaso perfecto: "Sí, la Historia es real, muy real. Hubo una guerra. Polonia fue ocupada por las tropas alemanas..."