jueves, 30 de mayo de 2013

Recuerdos de Polonia, de Witold Gombrowicz


Escrito desde su prolongado autoexilio en Argentina, alrededor de 1959, Recuerdos de Polonia es una suerte de autobiografía de Witold Gombrowicz que, sin embargo, poco tiene que ver con eventos puramente personales. Él mismo advierte que abordará sus propias manías y obsesiones de una forma superficial, ya que lo que en realidad le interesa es hacer una especie de fresco de la Polonia de entreguerras, en la que viviera durante su juventud hasta unas semanas antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.

Gombrowicz comienza explorando sus orígenes aristocráticos y hasta cierto punto provincianos en la finca paterna de Małoszyce, en la región de Sandomierz. Allí destaca la gran disonancia que había en su familia, ya que su padre, un caballero al más puro estilo decimonónico, contrasta con el mundo plagado de inocentes y aberrantes fantasías de su madre, de quién él mismo asegura haber obtenido los primeros gérmenes de lo que más tarde sería su estilo característico. Eso y el paulatino descubrimiento de que la aristocracia poseía una ridiculez insoluble y horrorosa ante los ojos de la gente sencilla, lo cual llevaría a los primeros combates metafísicos entre la inmadurez y la forma:

«Sucedió en esa época, más o menos a la edad de diez años, el descubrimiento de algo abominable: comprendí que nosotros, los «señores», teníamos entonces una apariencia absolutamente grotesca y absurda, tonta, dolorosamente cómica e, incluso, detestable... ¡Así era! Me importaba muy poco nuestra condición de explotadores del pueblo y cuál era nuestra moralidad; en cambio, me horrorizaba nuestro aspecto de idiotas al lado de la gente sencilla. Sólo América me curó de este complejo.»

Asimismo, hablará de los “inocentes” juegos infantiles, llenos de barbarie, minuciosas torturas y códigos de honor que caricaturizaban de alguna forma a los de la sociedad: si por ejemplo, alguien recibía una bofetada, debía regresarla lo más pronto posible, so pena de ser visto como un pelele sin honor, tal como sucedía en la vida “real” aunque terriblemente cargado de solemnidad.

Hace un amplio escrutinio entre la individualidad y lo gregario en los momentos en que Polonia se debatía entre su independencia y el domino de los bolcheviques rusos. Su renuencia a convertirse en soldado por diversos factores —entre ellos la cobardía— lo llevan a un estado artificioso, esnob, estridente, que lo hace chocar con casi cualquier persona con la que intercambia ideas. Y es que, ¿cómo podría morir por la patria si el patriotismo no significaba nada para él? ¿Cómo seguir las órdenes de un hombre que, por más "poderoso" que sea, sin su uniforme luce tan normal y desamparado como cualquier otro?

El espíritu rebelde de Witold, manifestado desde las absurdas representaciones emprendidas junto con su hermano Jerzy contra la aberrante ingenuidad de su madre, se transfirió a otros ámbitos conforme fue creciendo: primero contra los monolíticos poetas de Polonia durante su etapa escolar, luego contra los momificados representantes de la docencia, más tarde contra la “manera de ver” entre la gente sencilla y la aristocracia, e incluso contra los más notables en el ambiente artístico. Con todos ellos adoptará una pose que oscilará entre dos polos, dependiendo de las circunstancias: se comportará como un aristócrata ante las clases bajas; mientras que ante la aristocracia actuará como el más bajo lumpen: una batalla que se volverá perpetua y bañará por completo su visión crítica. Y es que, aparentemente, el joven Witold nunca se sintió a gusto con las “posiciones superiores” que la tradición polaca le otorgaba, sino que esta condición lo avergonzaba morbosamente al compararlo con las costumbres sencillas de la gente del pueblo, tal como recuerda cuando ejerció una pasantía con un juez de instrucción:

«Me irritaba de los jueces y abogados que, excitados por su papel, embriagados con su función, se olvidaban de su fealdad e imperfección. Sólo sabían de su superioridad y del Poder que les otorgaba la ley. Dejaban a un lado su desnudez… física y espiritual… y no sabían mirarse a sí mismos desde el exterior… Ése era, pues, un error de estilo, un error de forma de una importancia inconmensurable, ya que hacía del hombre únicamente un producto de su propia clase, de su grupo social, lo separaba de otras vidas, lo empequeñecía, limitaba, hacía imposible cualquier contacto creativo con gente de otra clase. ¡Tantas vidas a las que no tenían acceso! ¡Y yo tampoco!

»¡Habría que destruir esa forma, imponer otra que permitiera a la superioridad acercarse a la inferioridad, establecer con ella una relación creativa!»

Quizás uno de los fragmentos más interesantes de Recuerdos de Polonia es cuando se refiere a la génesis de sus primeros libros. Antes de iniciar con la redacción de los relatos contenidos en Memorias del periodo de inmadurez, Gombrowicz refiere que intentó en un par de ocasiones hacer una novela que mostrara “desde adentro” una literatura para los bajos estratos sociales. Pero a decir de él mismo, ambas terminaron en cenizas; según su propio juicio eran bodrios vulgares, en los que ya estaba la inquietud por lo vergonzoso y lo ruin, pero la forma y el estilo estaban lejos de tener el extravagante filtro que lo caracterizará en los años venideros:

«Escribí Yvonne con pena y desgracia. Decidí aprovechar para el teatro la técnica que había elaborado en los cuentos, esa capacidad de seguir un tema abstracto y a veces absurdo, un poco como un motivo musical. Nacía, bajo mi pluma, un absurdo virulento que no guardaba parentesco alguno con las obras de teatro que por entonces se escribían. Luchaba encarnizadamente con la forma… ¡Cuántas horas terribles pasé inmóvil sobre el papel, la pluma inactiva, mi imaginación buscando desesperadamente soluciones, mientras el edificio que estaba construyendo crujía y amenazaba con derrumbarse!»

Y a propósito de la génesis de Ferdydurke:

«[…] Empecé a escribirla en un estado de ánimo extraño, como de desdoblamiento. Se arremolinaban en mí ambiciones, rencores dolorosos, me sentía irritado y vengativo, así como deseoso de probar mis posibilidades, pero al mismo tiempo, mi sentido común, que por suerte nunca me abandonaba, me dictaba que no debía medir mis fuerzas por mis intenciones, sino más bien mis intenciones por mis fuerzas. Comencé pues el esbozo de algo que yo concebía como una simple sátira, nada más que me permitiera sobresalir por mi humor y tal vez, ése era mi sueño, igualar a Antoni Slonimski, cuyo sentido del humor admiraba.

»Estas eran mis perspectivas al escribir las primeras treinta o cuarenta páginas. Pero algunas escenas me salieron más fuertes… o tal vez más estrafalarias… la sátira se inclinaba hacia lo grotesco, a lo desenfrenado hasta más no poder, hacia lo enloquecido e insólito y eso nada tenía que ver con el humor de Slonimski. Decidí mantener toda la obra en este espíritu, volví a comenzarla desde el principio y de este modo, poco a poco, empezó a nacer un cierto estilo que iba a absorber mis sufrimientos y rebeliones más esenciales. Menciono estos detalles, porque en la mayoría de los casos sucede así: «elevando» el texto hacia el nivel de los fragmentos mejor logrados, se crea la forma en la literatura.»

Quizás ése ánimo de pedantería ante los monolitos y los esquemas perfectamente establecidos explica su ausencia o alejamiento del grupo que regía entonces la vida cultural de los jóvenes intelectuales polacos, los llamados “skamandritas” (debido a los poetas Jaroslaw Iwaszkiewicz, Julian Tuwim, Antoni Słonimski, Jan Lechoń y Kazimierz Wierzyński, que publicaban en la revista Skamander, quizás la más influyente en Polonia durante esos años), y es que, según Gombrowicz, tenía una total incapacidad para lustrar botas ajenas, práctica bastante común entre los "skamandritas" y en casi todos los grupos culturales no sólo en Polonia, sino tal vez en todo el mundo. Pese a todo, sí mantuvo contacto con escritores de la intelligentsia polaca, en particular con Jerzy Andrzejewski, Sofia Nalkowska, Bruno Schulz, Stanisław Witkievicz, etcétera. A propósito de esto último, resulta curiosa su radiografía acerca de las conversaciones con otros escritores:

«Las conversaciones que manteníamos nosotros, los jóvenes literatos, tenían siempre el mismo corte. Se reconocía mutuamente el talento “muy grande", después venía algún pero, que remitía nuestra grandeza a un futuro indefinido y la colocaba ligeramente bajo un signo de interrogación.»

También es muy significativa la relación de Gombrowicz con los judíos, con quienes se «complementa» gracias a los vínculos que percibe en cuanto a su actitud frente a la forma:

«Los judíos son un pueblo trágico, que durante siglos de exilio y de opresión sufrió muchas deformaciones, no es de extrañar pues, que la "forma" de un judío, su aspecto, su manera de ser, de expresarse, tenga a menudo algo grotesco, los judíos barbudos y con levitas de los ghettos, los poetas extáticos de los cafés artísticos, los millonarios de la bolsa, eran todos grotescos de una manera u otra... unos personajes casi increíbles... Y como los judíos son inteligentes, lo sienten, sienten, pero no saben liberarse de esa mala forma que les oprime; de allí viene el hecho de que a menudo se perciben a sí mismos como una caricatura, como una broma extraña del Creador. Esa actitud tensa de los judíos hacia la forma, el hecho de que les atormente tanto, o les ridiculice, o les humille, el que un judío no sea nunca él mismo en un ciento por ciento [...], el que un judío tuviera que ser siempre la ridiculización de la forma, un desastre de la forma, me fascinaba en ellos. Era a eso a lo que yo tendía en mi arte: a destacar la pugna del hombre con la forma para que comprendiese su tiranía y luchase contra su violencia.»

 Y es tal la afinidad que tiene con los judíos, que es precisamente uno de ellos, Bruno Schulz, quien se atrevió a poner todo su entusiasmo cuando se debatía acerca de si Ferdydurke era una estúpida payasada o quizás un punto de ruptura en la literatura polaca. La admiración además fue mutua, tal como se percibe en la descripción de Gombrowicz:

«Guardo en la memoria su imagen, tal como lo vi por primera vez: un hombrecito diminuto. Diminuto y atemorizado, hablando bajito, modesto, tranquilo, dulce, pero con una especie de crueldad, con una severidad oculta en el fondo de su mirada casi infantil.

»Ese hombre era el artista más eximio de todos los que conocí en Varsovia, incomparablemente mejor que Kaden, Nalkowska, Goetel y tantos otros académicos de la literatura, aureolados por honores, y reinando en la prensa y los salones de la capital. La prosa que nacía bajo su pluma era creativa y pura; era entre nosotros el artista más europeo, digno de contarse en el círculo de la más alta aristocracia intelectual y artística de Europa. Y, sin embargo, cuando lo conocí , fue después de la publicación de su primer libro: Las tiendas de color canela; Bruno era un modesto maestro de Drohobycz, llegado por unos meses a la capital, un ser indefenso, al que todo el mundo, para animarlo, le daba palmaditas en la espalda. […] No había llegado al gran público, pero la elite lo conocía y lo respetaba. Mas en la naturaleza masoquista de Bruno existía una necesidad de retirarse a un segundo plano… prefería admirar que ser admirado.»

Recuerdos de Polonia culmina con la referencia a la descomposición social que empezó a sentirse en Polonia tras la muerte del "Primer Mariscal" Józef Piłsudski, en 1935. Una nación que era independiente desde hacía poco más de diez años, y que aún carecía de identidad, instituciones o principios reconocibles. La cada vez más inexorable presencia en Europa de tipos como Hitler y Mussolini era para los polacos algo hasta cierto punto fantástico. Creían que el siglo XX se caracterizaría por la libertad individual, la desmilitarización, el pacifismo... y no por aquella ideología belicista y antisemita que parecía provenir directamente de la Edad Media. En 1938 Gombrowicz viaja a Italia y Austria para descansar de la escritura de Ferdydurke, viaje que al mismo tiempo significaría una de sus últimas "confrontaciones" con la Europa occidental, antes de embarcarse a Buenos Aires en 1939, poco antes del estallido de la II Guerra Mundial. De esta forma contempla, cada vez con un humor más siniestro, los rostros del fascismo: la barbarie, la desorientación social, el culto fanático a la personalidad del caudillo, el desprecio por la Historia, la fascinación por un futuro en el que muchos se veían reinando por encima de otras naciones gracias a las promesas de Mussolini. Y en su regreso a Polonia fue un involuntario testigo del momento en que Hitler efectuaba la anexión de Austria. Es probable que en esos momentos de tensión e incertidumbre, el escritor ya comenzara a ver en el exilio la única manera de conservar intacta la única libertad que verdaderamente puede poseer el hombre: su propia individualidad.