Pocas veces se ha visto a la abulia como el tema principal de una novela. Y es que en primera instancia parecería no ofrecer gran cosa: ¿cómo hacer que un personaje mantenga la atención del lector si lo único que hace es estar tumbado en un diván, vestido con un raído batín tártaro cuyas mejores glorias han quedado sepultadas en el pasado? Pero en Oblómov (1859), Iván Goncharov no sólo toma el reto de presentar el retrato de un hombre prodigiosamente inútil, sino que además lo hace combinando un humor sin concesiones, la denuncia social contra los vicios de la aristocracia en la Rusia decimonónica y el perfecto equilibrio entre objetividad y empatía con un personaje que bajo cualquier otra circunstancia sólo podría producir repulsión.
La novela inicia por la mañana de un día cualquiera en una casa grande de la calle Gorójovaia, en donde Iliá Ilich Oblómov yace en su lecho. Acaba e recibir dos terribles noticias que lo han hecho despertarse inusitadamente temprano y que lo martirizarán sin tregua durante las siguientes doscientas páginas: el administrador de Oblómovka –una propiedad con trescientos siervos heredada de sus nobles ancestros– le acaba de informar que recibirá dos mil rublos menos de renta por problemas con las cosechas y con los mujiks, quienes al parecer no quieren pagar los tributos que por ley le corresponden; por otra parte, el dueño de la casa que renta en San Petersburgo quiere hacer profundas remodelaciones y por ello le pide que se mude, algo no sólo fastidioso para Oblómov, sino de una crueldad indescriptible, ya que ello sería incitarlo a la actividad, y por ende, arruinar su sosiego. Goncharov no ahorra detalles para describir aquella mañana en la vida de Iliá Ilich Oblómov:
Tan pronto como despertó tuvo la intención de levantarse en el acto, lavarse y, una vez tomado el té, reflexionar largamente y tomar algunas decisiones, anotarlas y, en general, ocuparse del asunto con toda la atención debida. Permaneció acostado una media hora más, atormentado por esos propósitos, pero pensó que tendría tiempo de hacerlo después del té y que éste podría tomarlo en la cama como siempre, ya que nada le impedía pensar acostado. Y así lo hizo. Una vez tomado el té, se incorporó en el lecho y a punto estuvo de levantarse; sin dejar de mirar hacia las zapatillas empezó, incluso, a bajar una pierna en dirección a ellas, pero la volvió a encoger de inmediato.
De esta forma se irán no sólo las mejores horas del aquel día, sino la primera de las cuatro partes de la novela. Pero no era que Oblómov estuviera totalmente ocioso. Es decir, sí permanecía recostado en el diván durante lapsos oceánicos, pero con la asistencia de Zajar –su tosco y rezongón ayuda de cámara, cuya principal característica es una bribonería congénita y una extraña capacidad para mantenerlo todo descuidado y lleno de polvo–, recibía visitas que lo invitaban a salir de su marasmo acudiendo a reuniones sociales o, como en el caso de Tarántiev, para aprovecharse de su inercia melancólica y sustraerle manjares y propinas a cambio de dudosos favores. Iliá soportará la insolencia de Tarántiev con la paciencia de un mártir, pero siempre se negará a salir aduciendo malestares y preocupaciones. El desfile de personajes en esa primera parte es notable: desde el dandy, hasta el escritorzuelo, pasando por el insignificante y culminando con el torvo Tarántiev, proclive a apropiarse de las cosas de los demás, a insultar generosamente a quien esté presente o ausente –en particular si son extranjeros– y a mirarlo todo con desprecio:
Pues sí, jamás conocí un cerdo semejante a su pariente –continuó Tarántiev–. Hará unos dos años le pedí prestados cincuenta rublos; como verá no se trata de una suma que pueda considerarse importante. Era cosa de olvidarlo; pues no, él lo recuerda; no pasa un mes sin que me diga: «¿Qué hay de la deuda?». ¡Me tiene harto! Y hay aún más, ayer se presentó en la oficina y me dice: «Seguro que ya cobró usted y, por lo tanto, puede devolverme el dinero». ¡Menudo rapapolvos le eché! Lo puse de vuelta y media delante de todos, apenas pudo encontrar la salida. «Soy un hombre pobre –decía–; necesito ese dinero». ¡Como si yo no lo necesitara! ¿Soy un ricachón, acaso, para regalar de golpe cincuenta rublos? Paisano, dame un cigarro.
Sólo Andréi Ivanich Shtolz –amigo de infancia de Iliá, pero también su contraparte exacta– podrá remover aquella catedral a la pereza que es Oblómov. De padre alemán y madre rusa, Shtolz desde pequeño aprendió a ser independiente, estudioso y trabajador. Lo mismo se liaba a golpes con algún otro chico, que traducía textos del alemán al ruso o viceversa. Un chico poco inclinado a las fantasías, hecho más para la razón y el trabajo, con una voluntad en llamas. Una vez graduado de la universidad de inmediato comienza a trabajar y a viajar por todas partes, a ganar dinero y a conocer toda clase de países y gente. En varias ocasiones busca sacar a Oblómov, a como dé lugar, de su pantano de abulia, lo rescata de varias situaciones fraudulentas en las que caía por pereza, ingenuidad, vergüenza o bondad de espíritu, e incluso le brinda, involuntariamente, la última oportunidad de pertenecer al mundo de los vivos al presentarle a su amiga Olga Ilinski –una mujer bella, voluntariosa e inteligente–, que será como un relámpago de amor y redención para Oblómov, siempre y cuando ella se convierta en el permanente motor de su vida, guiándolo hacia el camino de los grandes hombres.
Pero la holgazanería heredada desde los tiempos de Oblómovka se mantendrá en lo más profundo del alma de Iliá, forjado en esa inclinación desde niño, cuando en su noble familia le impidieron todo contacto con la realidad al poner a su servicio ingentes cantidades de criados que lo vestían, lo alimentaban, le alcanzaban cualquier cosa que quisiera al menor gesto, le impedían salir a jugar con otros chicos, hasta que, ya encarrilado en esa inercia, fue incapaz de hacer nada por sí mismo. Y así, encerrado en un laberinto de procrastinación, Oblómov volverá a hundirse en la pereza y en la melancolía, desesperado por perder la última oportunidad que la vida le brindara, pero resignado al mismo tiempo con la pastosa tranquilidad de su destino, el cual aún le reservará una rendija por la que se colará un heredero que, sin embargo, ya no podrá ver crecer.
Al final, la alegoría de tintes morales que dibujara Goncharov en 1859, ha logrado trascender el contexto de su tiempo para convertirse en una obra imprescindible dentro de las no pocas cumbres que la literatura rusa ha otorgado al mundo, al grado de haber convertido el término oblomovismo en moneda de uso corriente para designar la actitud de los hombres perezosamente fatalistas que, según muchos –incluido el propio Lenin–, ha sido una detestable piedra angular de la personalidad de ciertos rusos pese a las revoluciones que se dieron a principios del siglo XX.