jueves, 9 de febrero de 2012

Fin de partida, de Samuel Beckett


Dos hombres charlan de cualquier minucia, menos de lo que quieren decir realmente. Son Hamm y Clov, amo y sirviente. El primero está sentado todo el tiempo en su silla de ruedas y es ciego; el segundo, está de pie todo el tiempo con su cara roja y parece odiar a su amo, de quien, sin embargo, no logra escapar, pese a sus constantes amenazas de abandono. Ambos son totalmente dependientes el uno del otro, y sin embargo hay un odio irracional que parece fluir bajo la apariencia de unos diálogos anclados en costumbres que, por el contexto, podrían carecer de sentido; por tanto, ese odio sería como una suerte de argamasa que logra unirlos a pesar de ellos mismos. En algún momento Hamm pregunta la hora, y Clov responde algo perturbador: es la misma hora de siempre. ¿Y cuál podría ser esa hora de siempre? La hora de la nada, aquella en donde el tiempo se podría arremolinar como en un desagüe.

Cerca de ellos hay un par de grandes botes de basura. Y ahí viven Nagg y Nell, los ancianos padres de Hamm. Ambos están tullidos y parecen sonámbulos. Así que es como si no contaran, aun cuando son capaces, como Nagg, de considerar que la infelicidad es divertida. Y si suponemos que Hamm y Clov son los últimos sobrevivientes de la humanidad –como algunos exégetas beckettianos se empeñan en creer–, todo adquiere un sentido aún más enloquecedor, porque entonces el afán de ambos por mantener las jerarquías sociales entre amo y sirviente, así como las costumbres que pudieron haber tenido en un mundo prolífico de seres humanos, se convierten en una triste e inútil farsa.

Quizás la sensación más persistente en ese tiempo sin tiempo, en ese espacio que parece no tener cabida en el mundo, es que todo ha terminado y que ninguno se quiere dar cuenta de ello. Y quizás por eso mismo el enigmático título de esta obra en un solo acto, publicada en 1957 y fundamental en el extravagante mundo de Samuel Beckett: Fin de partida. El juego de descoloridas acciones, pertenecientes a una cotidianidad que ya se vislumbra lejana, se irá perdiendo como trazos hechos en el agua, con el inquietante énfasis de que acaso ya todo esté perdido por siempre y sin que ello importe gran cosa. Las palabras que cada tanto brotan de Hamm y Clov, y que siempre parecen esconder algo turbio, cruel, en momentos irónico y repetitivo, tal como sucede en las pesadillas, al final desembocarán en un silencio estéril. Y los ancianos en los botes de basura esperarán a la muerte sin dramas ni aspavientos, como si esperaran un autobús que habrá de llegar sin letrero y sin una hora precisa.

Al final, el abandono que rondaba como un fantasma desde el inicio de la obra, tomará forma. Y lo único que restará por hacer es cubrir un rostro que de por sí es incapaz de ver. Cubrirlo tal como se cubren los cadáveres: con silencio y una manta blanca.