lunes, 13 de febrero de 2012

El desierto de los Tártaros, de Dino Buzzati



Giovanni Drogo ha culminado sus estudios en la academia militar y, con el grado de teniente, es enviado a prestar servicio en la fortaleza Bastiani, ubicada en una montaña pedregosa, en los límites territoriales del imperio. Allí, a la orilla de un desierto que se extiende hacia el norte, pasará casi tres décadas a la espera de ese acontecimiento especial que cree que la vida le ha reservado: la gloria que se obtiene a través de las armas en una guerra contra los enemigos que habitan allende el desierto, a los que genéricamente todos llaman “los tártaros” y que no han atacado por ese flanco desde épocas inmemoriales.

En un principio Drogo pensaba huir de la fortaleza, sobre todo cuando se da cuenta de cuán aislada estaba de esa vida a la que él mismo había pertenecido, en la que había mujeres bellas, amores, fiestas, noches de música embriagadora, comida y vino en abundancia. Los oficiales, de alguna manera contagiados de esa nube de soledad e inercia, sólo consiguen que Drogo persista en su idea de fuga, y cuando está a punto de perpetrar una triquiñuela para huir de allí, la visión del misterioso desierto lo hace vacilar y de pronto cree entrever su destino: en algún momento –tiene de pronto la certeza– de allí llegarán las hordas enemigas como en tiempos antiguos y él, que es joven y cree tener toda la vida por delante, deberá estar listo para cumplir el gran destino que supone le está reservado.

Así es como empezará su espera. Una espera sembrada de dudas que van y vienen cuando el tiempo, casi siempre invisible, deja ver algunas huellas de su paso: los vientos otoñales, la nieve, el regreso de la primavera a través de la cantarina voz de los arroyos que se forman a partir de la nieve fundida y del regreso de los cantos de las aves. Así, más que por el paso de los días, los cuales son un desfile monótono e invariable, el tiempo estará marcado por las estaciones y las pocas ocasiones en que algún afortunado consigue escapar de la fortaleza Bastiani, la cual parece ejercer un extraño poder sobre sus habitantes, quienes en su mayoría se ven incapaces de abandonarla.

Un día, sin embargo, hay una ligera variante en los días siempre iguales de la fortaleza: de algún lugar llega un caballo desconocido que altera la cotidianidad de los vigías y los altos mandos y que, además, provocará crispaciones en los nervios de varios oficiales, quienes sin nada mejor que hacer, se ponen a seguir las normas con un celo sólo explicable por el exceso de soledad. Hay una muerte nacida de la necedad y de un ridículo descuido, y lo que parecía que sería la primera señal de los días que todos esperaban, se convertirá en un mero problema de delimitación de bordes fronterizos.

Después de aquel incidente, un desilusionado Drogo querrá ahora sí huir de la fortaleza y hará lo posible por abandonarla, incluso regresar a su pueblo natal y ver cómo ha cambiado aquello que alguna vez constituyera su vida: la casa materna, los amigos de su juventud, alguna mujer con la que otrora se había soñado compartiendo la vida. Pero se interpondrán las pegajosas telarañas de la burocracia y entonces estará condenado a permanecer en la fortaleza, cada vez más aislada y abandonada.

Tras el paso de los meses, un nuevo incidente alimentará la débil llama de sus esperanzas: un vigía ha descubierto movimientos y luces en la distancia, cosas que podrían significar eso que tanto esperan todos: la construcción de una carretera militar y, por ende, la posibilidad de una invasión de los tártaros, es decir, una razón de ser para la fortaleza y para los pocos oficiales que aún habitan en ella.

Mas para que la construcción de la carretera prospere, habrán de pasar aún muchos años, y otros tantos permanecerá abandonada hasta que, finalmente, cuando Drogo cuente ya con más de cincuenta años y esté siendo devorado por una enfermedad que lo irá abandonando en una vejez prematura, todos se prepararán para esa guerra tan anhelada en la que –amargas ironías– él ya no podrá participar. Pero aun en la derrota, tendrá la oportunidad de un desagravio personal con la vida, si bien de forma silenciosa y tal vez inútil.

Sería difícil referirse a El desierto de los Tártaros (Il deserto dei Tartari, 1940) sin emplear las palabras grandilocuentes que muchos suelen usar a granel cuando se refieren a obras de tanta amplitud alegórica; así que apenas diré un par de cosas que se quedaron resonando en mí durante varios días: una es la desolación, en la que los sueños de grandeza de Drogo chapalean como en un pantano; y la otra y más terrible aún, es la espera que dibuja Buzzati, una espera que parece el objetivo principal de toda una vida, de todo un puñado de vidas, pero que al final resulta ser sólo un muro a cuya sombra todos vegetan y que nadie se atreve a sortear. Y entonces todos se resignan a permanecer en un terreno yermo en donde las ilusiones aúllan lastimosamente, sin la más mínima probabilidad de convertirse en realidad, a menos, claro, de que exista un movimiento, por más pequeño que sea, de parte de la voluntad.