Samuel Riba es consciente de que sus días como editor han terminado. Lo único que lamenta es no haber descubierto a ese escritor “genio” que esperó en vano durante toda su vida, ése que habría cambiado su existencia rumbo a una especie de eternidad –más modesta quizá– reservada sólo a los editores. Es una idea que lo lleva incluso a pensar en la posibilidad de la celebración de unas honras fúnebres por su profesión, pero también por toda la era Gutenberg, por la letra impresa en papel, que ya empieza a ser desplazada por las perezosas búsquedas en Google. Él mismo es un ejemplo de los nuevos tiempos: antes llevaba una vida social y profesional “exitosa”, mas también inundada de alcohol, cuya afición excesiva por poco le cuesta la vida y el abandono de su esposa. En cambio ahora es un hikikomori abstemio, uno de esos adolescentes japoneses (pese a que está cerca de los sesenta años) que pasan horas enteras frente al ordenador y duermen a ratos durante el día. Tanto así, que ello le provoca constantes disputas con su esposa, quien no puede entender que desperdicie el tiempo de esa forma.
Por aquellos días tan cercanos a la muerte, ocurridos dos años antes, los mismos que lleva de abstinencia alcohólica, Riba tuvo un sueño: volvía a caer en la bebida, y a la salida del Coxwold pub, en Dublín, caía en una calle junto con su esposa, para finalmente ponerse ambos a llorar con desesperación infantil. Un sueño que Riba tomará todo el tiempo como un suerte de profecía. Sabe que el recuerdo de la onírica noche dublinesca lo perseguirá hasta comprobar si realmente había estado allí, como tan nítidamente se lo había mostrado su sueño, o bien expulsar sus demonios al ver que la ciudad no se parecía a la real. Así, con el Ulises de Joyce como cabeza de un desfile de autores –entre los que se mezclan los nombres “reales” de algunos con otros inventados por Vila-Matas, como Vilém Vok, de quien incluso logra colocar un halo de culto, y cuando el lector se da cuenta, ya está enredado en la trampa de anhelar “leerlo”– Riba se prepara para dar un "salto inglés".
Y para convencer a tres amigos escritores de seguirlo en algo tan estrafalario e íntimo como las huellas de una revelación onírica, les dice que irán al Bloomsday, el 16 de junio, para cumplir con todo el rito joyceano en Dublín. Por supuesto, allí Riba volverá a beber y se encontrará con su destino, no exactamente como en su sueño, salvo por la oleada de soledad final.
En Dublinesca (2010), Enrique Vila-Matas logra llevar muy cerca de la perfección la conciencia que rodea a la literatura desde un ángulo particular: el editor visto con los ojos un escritor. En la mirada de Riba, el editor se confunde con su catálogo, de igual manera como el escritor se confunde con su obra. Riba es un editor, en fin, que aspiró siempre a la gloria del descubrimiento de un genio, más que de la creación, a la que sin embargo mirará con la conciencia de su lejanía: un Moisés que sólo podrá ver la tierra prometida, pero que jamás la pisará. El continuo diálogo con la obra de otros autores –uno de los sellos de Vila-Matas–, el constante señalamiento a la época actual con Google como principal puente de acceso al mundo, las visitas de los miércoles a sus padres, y el abismo que nace con su esposa debido al budismo de ella y al autismo digital de él, dan a la novela un toque de corrosiva melancolía, un libro quizá imprescindible para reconocer algunos síntomas de lo que será el siglo XXI y su relación con la literatura.
Por aquellos días tan cercanos a la muerte, ocurridos dos años antes, los mismos que lleva de abstinencia alcohólica, Riba tuvo un sueño: volvía a caer en la bebida, y a la salida del Coxwold pub, en Dublín, caía en una calle junto con su esposa, para finalmente ponerse ambos a llorar con desesperación infantil. Un sueño que Riba tomará todo el tiempo como un suerte de profecía. Sabe que el recuerdo de la onírica noche dublinesca lo perseguirá hasta comprobar si realmente había estado allí, como tan nítidamente se lo había mostrado su sueño, o bien expulsar sus demonios al ver que la ciudad no se parecía a la real. Así, con el Ulises de Joyce como cabeza de un desfile de autores –entre los que se mezclan los nombres “reales” de algunos con otros inventados por Vila-Matas, como Vilém Vok, de quien incluso logra colocar un halo de culto, y cuando el lector se da cuenta, ya está enredado en la trampa de anhelar “leerlo”– Riba se prepara para dar un "salto inglés".
Y para convencer a tres amigos escritores de seguirlo en algo tan estrafalario e íntimo como las huellas de una revelación onírica, les dice que irán al Bloomsday, el 16 de junio, para cumplir con todo el rito joyceano en Dublín. Por supuesto, allí Riba volverá a beber y se encontrará con su destino, no exactamente como en su sueño, salvo por la oleada de soledad final.
En Dublinesca (2010), Enrique Vila-Matas logra llevar muy cerca de la perfección la conciencia que rodea a la literatura desde un ángulo particular: el editor visto con los ojos un escritor. En la mirada de Riba, el editor se confunde con su catálogo, de igual manera como el escritor se confunde con su obra. Riba es un editor, en fin, que aspiró siempre a la gloria del descubrimiento de un genio, más que de la creación, a la que sin embargo mirará con la conciencia de su lejanía: un Moisés que sólo podrá ver la tierra prometida, pero que jamás la pisará. El continuo diálogo con la obra de otros autores –uno de los sellos de Vila-Matas–, el constante señalamiento a la época actual con Google como principal puente de acceso al mundo, las visitas de los miércoles a sus padres, y el abismo que nace con su esposa debido al budismo de ella y al autismo digital de él, dan a la novela un toque de corrosiva melancolía, un libro quizá imprescindible para reconocer algunos síntomas de lo que será el siglo XXI y su relación con la literatura.