martes, 19 de agosto de 2008

Baile y Cochino, de José Tomás de Cuéllar



Supongamos que estamos en un día normal en la ciudad de México a finales del siglo XIX: la gente se derrama en las aceras absorta en sus pensamientos; los comerciantes callejeros anuncian sus mercancías a grito pelado; en algún balcón sombrío se corre ligeramente una cortina y, poco después, asoma una vieja que escruta a los transeúntes con ojillos inquietos; a través de la puerta entornada de alguna vecindad se escuchan los gritos alegres de una bandada de niños; por aquí y por allá, bellas mujeres caminan fingiendo indiferencia ante el asedio de las miradas codiciosas de los hombres… Lo dicho: un día normal. Sin embargo, si se aguza la mirada y se recorre el paisaje con mayor detenimiento, no tardará en aparecer un personaje inusual, cuya extraña ocupación consiste únicamente en observar; es decir, en observar y anotar mentalmente todas esas acciones en que se entretienen los habitantes de la ciudad día con día.

José Tomás de Cuéllar (1830-1894) aprendió a mirar con ojos preñados de colorido desde su estancia en las aulas de la Academia de San Carlos. Cada detalle, cada gesto, cada particularidad, quedarán esculpidos en su memoria para, posteriormente, ser transformados en palabras. Ésa será la principal característica de su obra: retratos hurtados de la propia realidad, encontrados “[…] en plena comedia humana […], en el hogar, en la familia, en el taller, en el campo, en la cárcel, en todas partes; a unos con la risa en los labios, y a otros con el llanto en los ojos […]”. Porque en efecto, en Baile y cochino… los matices dramáticos cubren un amplio espectro: desde la burla franca hacia las costumbres de las Machuca, hasta la desgraciada alcahuetería de doña Dolores, teñida sin embargo, de una sentenciosa reflexión. Y es que en el afán de imitar fielmente la realidad, José Tomás de Cuéllar no puede sustraerse a la tentación moralizadora de aquéllos tiempos –recordemos que vive en un México que busca febrilmente una identidad propia y que, según las ideas de la época, la misión del escritor tiene que ver más con un papel edificante para la sociedad que con lo puramente artístico. No obstante este punto débil, el autor no se desbarranca en el maniqueísmo y, para nuestra fortuna, regresa de inmediato al ritmo cáustico que caracteriza su prosa para dejarnos en claro que no tiene preferencias o inclinaciones especiales para ningún tipo de personaje: en todos los estratos sociales existen costumbres risibles, máculas dignas de mencionarse.

Quizá Baile y cochino… tenga una trama lindante con la simplicidad: un coronel, después de lograr un buen “negocio”, quiere celebrar el santo de su hija con un baile, y para ello no habrá necesidad de reparar en gastos, pues la psicología del mexicano ordena siempre “echar la casa por el balcón” en esos casos. Empero, todo aquello que rodea el baile, su planeación, quiénes son los concurrentes (así sean los más distinguidos o los de más baja calaña), la comida, el desarrollo mismo del baile y su final atropellado, serán los pretextos ideales para que José Tomás de Cuéllar haga gala de un estilo insospechado, aun inquietante, para su época. Que el coronel y doña Bartolita hayan quedado en la más indecorosa bancarrota importa poco: no es asunto del autor detenerse en melodramas lacrimosos. La misión está cumplida: se ha retratado un fragmento de la ciudad de México.