El paisaje es siempre el mismo: corredores con rejas y muros grises, policías que observan cada movimiento, cada ir y venir de los presos; que huelen todos los hedores que produce el encierro sin diferenciarlos de los propios, unificados en uno solo; que escuchan cada grito, cada maldición, creyendo en todo momento que son ellos quienes están afuera, quienes vigilan a los que están del otro lado de las rejas. Ambos encerrados, ambos uniformados. Las diferencias en realidad son pocas, aunque sustanciales: unos son los sometidos, los otros son quienes someten; unos pueden salir al cielo abierto para ir a otro encierro más llevadero, el de la cotidianidad, donde pueden jugar a ser los dueños de sus vidas, ver televisión, acudir al retrete con la sección deportiva bajo el brazo, ducharse con sensata regularidad. Los otros, en cambio, están encerrados en el encierro, laberinto concéntrico cuyo corazón es el apando, la última prisión, la más intestina, allí donde sólo unos cuantos pedazos de luz se atreven a recortarse contra la pared mugrosa, con un dibujo preciso, sólido, negro, de los barrotes. El apando, vientre umbrío que pare cabezas sudorosas, desesperadas por mirar algo más que cuatro paredes, y sin embargo resignadas a emerger recostadas en una oreja, a obstruirse a sí mismas la anhelada visión, a crearse, por tanto, un encierro todavía más profundo.
Y dentro de ese encierro existen otras prisiones aún más lúgubres, por estar disfrazadas con el velo de la libertad: aquellos momentos en que la droga brinda la sensación ilusoria del escape, sensación benéfica, pues ayuda a no toparse de bruces con la realidad, a sobrellevar con alguna esperanza el renuente paso de los días. Pero ese "bienestar", en cuanto se consume, debe ser renovado, a cualquier costo, aun aquél que implica la tolerancia del Carajo, ese ser siniestro, tullido, miserable, cuya principal virtud es saber traicionar en el momento justo; es decir, ejercer una clase de libertad más abstracta y eficaz que la que produce la droga: la voluntad. José Revueltas sabe exactamente de cuántos pasos –lo vivió varias veces en su vida– consiste aquel encierro: “…treinta metros más o menos, sesenta de ida y vuelta…” y sabe también que en ese espacio es fácil que fructifique el odio irracional, el asco, de por sí insoportable, que sienten Polonio y Albino al convivir con esa maldición materializada que es el Carajo, y como medio para sortear la repulsión, abrigan la esperanza de deshacerse de él, de matarlo, de liberarse de su mirada de mal agüero. Pero no lo hacen, no aún, lo necesitan para una última tarea antes de liquidarlo; es decir, lo necesitan a él porque necesitan a su madre.
La Meche y la Chata, no son ya vehículos eficientes para el tránsito fluido de la droga, por el contrario, se han vuelto los objetos del deseo no sólo de sus hombres, sino también de las manos encargadas de las aduanas entre el exterior y el interior del penal, manos de vestidura engañosamente femenina. Esa misma meticulosidad empleada en la revisión del sinuoso cuerpo de las dos mujeres, resulta cosa impensable con la madre del Carajo, aún dueña de cierto respeto y credibilidad entre las autoridades, por su apostura de ídolo prehistórico, incapaz de provocar un pensamiento lúbrico entre ningún sexo, y por ende, de características perfectas para realizar la tarea que se le encomienda. Así, en esta galería de libertades y encierros que propone Revueltas, el personaje menos pensado es quien ejerce con más eficacia la libertad: el Carajo. Acostumbrado a cargar con el fardo cada vez más ligero de su propia cobardía, no duda en delatar a su madre ante los policías para conservar la existencia. Intuye su muerte, delata y triunfa. Pues cuando ha terminado la paliza entre los guardias y los encerrados, éstos saben que sería inútil matar al tullido. Lo resumen con tres palabras que caen pesadas como losas en medio de su derrota: “Ya para qué”.
El apando (1969), es una novela corta de José Revueltas, la cual deslumbra por su devastadora intensidad. Está situada en los escenarios del Palacio Negro de Lecumberri y en ella se narran, con indescriptible vehemencia, las pasiones más sórdidas de los presos del apando, especie de calabozo en el que solían encerrar a los presos recalcitrantes. Está basada en las experiencias que vivió Revueltas durante su encierro después de los conflictos de 1968, tras ser acusado de liderar del movimiento estudiantil que culminaría con la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre del mismo año. En 1975, Felipe Cazals tradujo la novela de Revueltas en una magistral cinta (la adaptación del guión corrió a cargo del escritor José Agustín), que aún hoy consigue "herir" la susceptibilidad de cierto tipo de público.