Roberto Arlt coloca al protagonista de su novela, Silvio Astier, ante diversos tipos de existencia: como un ladrón aventurero que sucumbe ante lo anodino de sus sueños, no sin antes haber mostrado brevemente los anhelos entre poéticos y bellacos de su mundo recién desaterrado de la infancia; como un poeta que emprende un descenso vertiginoso a través de su propia dignidad, al estar al servicio de una vulgar pareja de comerciantes que le harán ver hasta dónde se puede degradar el valor de la literatura y el arte con sólo convertirlos en mercancía y en objetos ideales para la agresión física, todo en medio de una parodia que voltea como un paraguas la reivindicación del trabajo como la actividad más noble a la que puede aspirar el hombre; y aunque termina por abandonarlos, intentando provocar un incendio purificador en la librería (el cual también fracasa), el descenso continuará en la tercera parte, en la que parece que finalmente encuentra su lugar en la vida como elemento útil para la sociedad: sus dotes como inventor de fruslerías que a nadie habían interesado hasta entonces, parecen tener una razón de ser al entrar como aprendiz de mecánico en la Escuela Militar de Aviación; sin embargo, la suerte lo marginará con una aparente injusticia llevada a cabo por los mandos superiores.
Abatido, Silvio se refugiará en una noche sórdida en la que un extraño andrógino le dará el empujoncito final para que intente suicidarse. Ese parece ser el último fondo que Silvio tocará en su caída a través de los eslabones de la sociedad. De ahí en adelante ya sólo se puede subir. ¿O no? Porque encuentra incluso un cierto éxito como vendedor de papel, y todo tiene la apariencia de deslizarse por las tranquilas aguas de la mediocridad. Pero algo pasa. La posibilidad de enriquecerse fácilmente, tal como al principio lo había soñado, lo lleva a engendrar reflexiones acerca de la trascendencia de la vida humana. Porque es precisamente a eso a lo que más le teme: no a la muerte, sino a pasar desapercibido por el mundo. Idea que lo llevará a cometer un mínimo aunque fundamental acto de voluntad: la traición.
Abatido, Silvio se refugiará en una noche sórdida en la que un extraño andrógino le dará el empujoncito final para que intente suicidarse. Ese parece ser el último fondo que Silvio tocará en su caída a través de los eslabones de la sociedad. De ahí en adelante ya sólo se puede subir. ¿O no? Porque encuentra incluso un cierto éxito como vendedor de papel, y todo tiene la apariencia de deslizarse por las tranquilas aguas de la mediocridad. Pero algo pasa. La posibilidad de enriquecerse fácilmente, tal como al principio lo había soñado, lo lleva a engendrar reflexiones acerca de la trascendencia de la vida humana. Porque es precisamente a eso a lo que más le teme: no a la muerte, sino a pasar desapercibido por el mundo. Idea que lo llevará a cometer un mínimo aunque fundamental acto de voluntad: la traición.
En cada uno de esos cuatro capítulos de su vida, Silvio hace críticas mordaces de una sociedad que él avizora mezquina, torva, carente de sentimientos elevados. Recorrerá un camino tachonado de aprendizajes en medio de costumbres mediocres que, aunadas a su hambre casi obsesiva de trascendencia, terminarán lanzándolo a un ostracismo voluntario de su propio yo: a una especie de fascinación ante su ignominia.
La propia culpabilidad le dará trascendencia ante sus ojos, como si la contravención a las normas no escritas de la honorabilidad pudiera resaltar su persona por encima de una sociedad adormecida por la vileza y la insignificancia; es decir, su fútil acto de libertad, será asimismo un acto de irreversible condenación.