jueves, 12 de septiembre de 2013

Un paseo por el lado salvaje, de Nelson Algren


Blues, jazz, viejas canciones mexicanas, alcohol, parias, prostitutas. Vidas a ras de suelo. Astucia para conseguir el sustento diario o simplemente un buen trago. Sexo y proxenetismo entre calles calurosas, pero también ternura y lealtad entre seres desdichados. Son los difíciles años posteriores al estallido de la Gran Depresión, cuando el sueño americano parecía una gran tomada de pelo, sobre todo para aquellos desgraciados que, tras creerse dueños del mundo, al final no tuvieron más opción que la mendicidad o el suicidio. 

El protagonista de la novela es Dove Linkhorn, un adolescente pelirrojo de ascendencia escocesa y con aspecto de papanatas que, pese a estar inserto —gracias a sus torpes decisiones— en un mundo lleno de maldad e inmundicia, logra salir casi indemne, sin las malas entrañas de casi todos aquellos que lo rodean. Pero eso sólo sucederá tras abandonar una infancia vivida en Arroyo, un minúsculo poblado al sur de Texas, muy cerca de la frontera con México, en donde la vida con su padre —un viejo demente y anticatólico, implacable augurador de infiernos para casi todos todos los pecadores, excepto, por supuesto, los beodos, a cuyo grupo él mismo pertenece— sólo le deja un analfabetismo total y un episodio que si bien empieza como algo muy parecido al amor, termina en una innecesaria violación y en el subsecuente escape hacia una vida en la que, sospecha, sólo le espera la prosperidad. 

Así comenzará su vagabundeo por las arterias ferroviarias del sur de los Estados Unidos, trenes de carga que lo irán llevando poco a poco hacia Nueva Orleans, entre mendigos y parias a veces aún más desgraciados que él, y de los cuales aprenderá los oficios de pintor, ladrón, estafador, falso invidente, fabricante de condones, y una suerte de actor porno que representará el papel de un aficionado a las vírgenes en una detestable puesta en escena en la que lo espiarán los hombres más siniestramente morbosos de la región. Y tras una breve estancia en la cárcel, luego de una operación policial en el burdel donde trabajaba en Perdido Street, regresará al terruño paterno lo mismo que el hijo pródigo, aunque sin pizca de gloria, antes todo lo contrario, con una infamante golpiza a cuestas propinada por El Sin Piernas Schmidt, el único paria que aún poseía algo de dignidad, hasta que el aire de desamparo de Dove le hizo perder finalmente la cabeza...

Un paseo por el lado salvaje es un recorrido minucioso a través de un caleidoscopio de colores crudos, de situaciones terribles, de gente que utiliza a otra gente (en particular a las mujeres) como si fueran objetos de escaso valor. Y de hecho, todo ello se refleja en una de las reflexiones finales de Dove, cuando aún está en prisión y poco antes de su caída final:

«Tengo la sensación de haber estado en todos los lugares que el Señor creó», pensó Dove, «pero lo único que he encontrado es gente con vidas muy duras. Lo único que he encontrado es que aquellos que lo tenían más difícil para salir adelante se afanaban más en ayudar a los demás que los que lo tenían más fácil. Lo único que he encontrado eran dos clases de persona: las que prefieren vivir en el lado de la calle de los perdedores y no quieren salir adelante, y los que quieren ser de los ganadores, aunque el único camino que les quede para ganar sea pasar por encima de los que ya han caído.

»Lo único que he encontrado son hombres y mujeres, y todas las mujeres habían caído ya. Juguetes de todos, pobres derrotadas, pobres furcias, que para lo único que servían era para atraer moscas, me dijeron. Uno siempre podía tratarlas demasiado bien, se decía, pero nunca demasiado mal. Aún así, no cambiaría a la peor de ellas por la mejor de la otra clase. Creo que esas mujeres eran la verdadera sal de la tierra.»

Sin embargo, es necesario aclarar que gracias al humor patibulario y tabernero de Nelson Algren —muy al estilo de la picaresca—, los diversos episodios de la novela, pese a su crudeza, no resultan tremendistas ni se desbarrancan en el dramón pastoso. Todo lo contrario: la novela es ágil y las risas están al acecho del lector, con lo que de pronto quedan en una bruma de ambigüedad tanto las "virtudes" como los "defectos" de esa sociedad norteamericana con la que dio sus primeros pasos en este mundo.