viernes, 9 de noviembre de 2012

Un niño, de Thomas Bernhard



Un episodio jocoso —cuando el pequeño Thomas coge sin avisar la bicicleta de su padrastro y, antes de llegar a su destino, sufre un percance que él mismo llevará hacia la épica al narrarlo a su mejor amigo— es el detonante para el súbito adentramiento en una autobiografía cuya intensidad no recaerá solamente en las anécdotas de lo transcurrido unos cuarenta años atrás, en la década de 1930, entre Austria y Alemania, en pleno surgimiento del nazismo, sino en toda una manera de abordar la memoria a través de los filtros que la literatura dan a un hombre que analiza, muchas veces hasta los límites de la demencia, una infancia llena de traumas psicológicos y de felicidad a cuenta gotas, con palabras maternas más hirientes que las palizas que ella misma le propinaba con un vergajo de buey, con las humillaciones continuas tanto por la incontinencia de su vejiga como por su origen austríaco en una tierra pro-nazi, todo ello menguado apenas por sus éxitos deportivos, pero sobre todo por su abuelo, quien merced a una extraña y un tanto misántropa sabiduría, darán al pequeño Thomas la ayuda necesaria para no sucumbir a la pobreza tanto económica como mental de muchos de quienes lo rodean. El infante descrito es un niño verdadero desde la lente del escritor maduro, aún cuando las prolepsis acechan en muchos rincones de la narración. El estilo de Bernhard, sin apenas pausas que sirvan de descanso al lector, vuelven a Un niño —la quinta entrega de su fulgurante autobiografía, publicada en 1982— una especie de vorágine de recuerdos evocados desde diversos momentos o ángulos, con lo que el tiempo y el espacio de la narración se dislocan, se estrechan y se ensanchan siguiendo la implacable voluntad de la palabra, lo que ésta proyecta mediante imágenes conmovedoras y terribles, angustiosas y tiernas, heróicas y patéticas. El niño regresa desde la remota madurez de Bernhard para mostrarnos que ante sus ojos infantiles, esa vida poco sedentaria que transcurrió entre Heerlen, Traunstein, Viena y Seekirchen, oscilaba con demasiada facilidad alrededor de un infierno con pocos respiros de alegría, o entre la visión demasiado cercana de la devastación de una guerra que, hasta antes de mostrar su descarnado rostro casi al pie de su propia puerta, era un concepto abstracto en el podía caber el heroísmo ramplón y una lejanía que todo lo podía volver irreal. Un niño de esos que los psicólogos de hoy fácilmente arrojarían al homogéneo saco de los «difíciles», y que gracias a la visión de su abuelo escritor, rondará desde pequeño por los senderos del arte: la fallida orientación hacia la pintura y posteriormente hacia la música, cuando la escritura aún parecía un territorio ajeno, velado, ausente, mismo que sólo será accesible cuando ese niño comience a dejar las vivencias de la infancia —no así la mirada— entre las brumas de lo ya hace mucho tiempo sucedido…