lunes, 20 de agosto de 2012

El grito silencioso, de Kenzaburo Oé


Una pesada y negra depresión se ha instalado en Mitsusaburo Nedokoro a raíz de la muerte de su mejor amigo, quien se suicidó ahorcándose desnudo tras haberse pintado el rostro de bermellón e insertado un pepino en el ano. La extravagancia de semejante muerte, así como el posible mensaje que pudo haber dejado a quienes habrían de seguir con vida, incluido el propio Mitsusaburo, harán que se vaya hundiendo cada vez más en el oscuro pantano de la depresión.

Pero allí no termina la cadena de sus pequeñas desgracias: en cierta ocasión perdió la visión de su ojo derecho debido a que unos niños lo apedrearon sin explicación alguna; engendró un niño subnormal con su esposa Natsumi, a raíz de lo cual surgieron dos consecuencias: parecen cancelados de forma definitiva todos sus encuentros sexuales, y ella ha adquirido la costumbre de embriagarse a diario con whisky barato, con lo que sus ojos se vuelven desagradablemente turbios y sanguinolentos.

Así, vagando como un sonámbulo por esa espiral de intranquilidad, de pronto su hermano Takashi regresa de un viaje por los Estados Unidos y le propone “comenzar una nueva vida” en su pueblo natal, en la isla Shikoku. Y aunque desde niño Mitsu ha tenido oportunidad de examinar la aparente cobardía de Taka, no deja de impresionarle la extraña confianza que tiene en sí mismo, producto quizás de sus vivencias en América. Pero no será al único que deslumbrará con su actitud: Natsumi no tarda en caer embelesada por la voluntad inexorable de Taka, abriendo así la puerta hacia un posible triángulo amoroso, y también Hoshio y Momoko, una pareja de jóvenes que ven en Taka a una especie de ser divino.

De esta manera, con el pretexto de vender la vieja casa de la infancia a un compatriota encontrado por azar en su viaje por E.U., los Nedokoro, junto con Natsumi y los jóvenes Hoshio y Momoko, emprenden un viaje a Shikoku, en donde Mitsu y Taka se encontrarán con su propio destino después de un lento pero inexorable descenso a los infiernos, provocado en buena manera por Taka y la extraña obsesión que tiene por la insurrección campesina ocurrida en Shikoku en 1860, o bien, en  la era Man'nen, como es conocido en Japón dicho año. Así, a partir de la formación de un equipo de fútbol, Taka intentará revivir la insurrección popular e instigará a la población a levantarse contra el Emperador de los supermercados, un coreano que domina psicológica y económicamente al pueblo, y de esa forma forzará los acontecimientos para que desemboquen en un final que oscilará entre lo heroico y lo patético.

Oé hace que los dos planos temporales y espaciales que nacen desde el título original de El grito silencioso (Man'nen gannen no futtoboru, que sería algo así como Fútbol del año 1 de la era Man'nen) y que no guardan relación histórica alguna con el tiempo en el que está situada la novela, comiencen a generar significados rituales cuando Taka decide revivir la rebelión popular del siglo XIX. Y aunque los acontecimientos no pueden sino naufragar en una especie de tragedia fársica, al final Mitsu (pese a la escéptica impotencia que lo caracteriza) y Taka (constantemente guiado por un "heroico fanatismo") encontrarán que el lastre de sus pasados sólo puede ofrecer dos caminos: hacer frente a los miedos y quizás preparase para un nuevo comienzo, o llevar la simulación hasta las últimas consecuencias, lo cual derivará en muertes sangrientas e inútiles.

El grito silencioso no resulta una novela muy sencilla de leer. Las referencias hacia un Japón poco frecuentado por el lector occidental la pueden volver un tanto trabajosa, así como la gran densidad de la prosa y el humor melancólico y depresivo que permea en todos los capítulos. Sin embargo, una vez que el lector se acostumbra a esos elementos, la narración se vuelve una avalancha que va tomando cada vez más velocidad y que, uno lo intuye, habrá de culminar en un aparatoso desastre. O mejor aún: en una obra imprescindible para entender un poco más al Japón de la posguerra.