miércoles, 25 de mayo de 2011

Esperando a Godot, de Samuel Beckett


No hay mucho que ver en esta obra en dos actos: apenas un par de hombres, muy probablemente vagabundos, en un paisaje casi vacío, salvo por un árbol esquelético. Los hombres son Vladimir y Estragon, que mantienen charlas acerca de sus botas, de sus problemas de salud o de algunas otras nimiedades. Están allí porque están esperando a un tal Godot, que tarde o temprano habrá de llegar. Sin embargo, nada se sabrá de este señor, ni de las relaciones que Vladimir y Estragon mantienen con él, y además, nunca aparecerá. El árbol (otro personaje quizás) sólo servirá para que coqueteen con la idea de ahorcarse, pero esa idea los lleva a otra cosa y esta a su vez a otra más, todas absolutamente carentes de importancia, acaso con el único fin de apaciguar el tedio:

Estragon –¿Y si nos ahorcáramos?
Vladimir – Sería un buen medio para que se nos pusiera tiesa.

En cierto momento aparece Pozzo, una especie de amo cruel que lleva atado a una cuerda a Lucky, un esclavo autómata e inesperadamente viejo que, instigado por la curiosidad de Vladimir y Estragon, bailará y proferirá algunas consideraciones acerca de la filosofía de George Berkeley, aunque barajadas con absurdas digresiones que, empero, servirán para que el tiempo siga su tediosa marcha, hasta que llegue Godot. Pero ya sabemos que Godot no aparecerá, tal como lo anuncia un chiquillo con aire asustado, aunque también les asegura que mañana sin falta estará allí, en ese mismo lugar.

Para el segundo acto, las cosas seguirán por el mismo sendero, aunque con sutiles diferencias. Estragon, por ejemplo, no recordará casi nada de lo ocurrido el día anterior, ni siquiera a Pozzo y a Lucky, quienes tendrán la particularidad de haberse vuelto repentinamente ciego el uno, y sordo el otro, y además, tampoco recordarán a su vez ni a Estragon ni a Vladimir. Así, el tiempo, desde el primer acto visto como un ente hasta cierto punto feroz e inescrutable, continuará como una encarnación del más absoluto tedio, incapaz de albergar esperanzas o algo que no sea monotonía, hasta que al final volverá a aparecer un chiquillo que les anunciará que Godot tampoco llegará ese día, pero que al siguiente de seguro aparecerá por allí, en ese mismo lugar.

Mucho se ha especulado acerca del significado de Esperando a Godot (En attendant Godot, 1952) a través de los años, desde quienes ven en Godot al propio Dios y su intrascendencia después de la barbarie que significó la Segunda Guerra Mundial, exégesis que el propio Samuel Beckett se empeñó en negar, hasta quienes visualizan lo que allí ocurre, que es básicamente nada, como una radiografía de la enfermedad de nuestro tiempo; es decir, la vida cotidiana como un absurdo en sí mismo, en el que hay que buscar algo que hacer para pasar el tiempo, porque de otra forma se puede caer en la cuenta de lo vacía que es en realidad la existencia, y se puede comenzar a coquetear con ideas socialmente inaceptables como el suicidio, o por lo menos la locura.

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