Rescatado de los escombros del olvido por los surrealistas, principalmente por André Breton (pese a que antes que él Rubén Darío le dedicara una breve semblanza) para convertirlo en una especie de monolito iniciático en el cual abrevarían muchas de sus ideas, Los cantos de Maldoror (en francés Les Chants de Maldoror) es un extenso poema en prosa compuesto por seis cantos, divididos a su vez en estrofas, en los que Isidore Ducasse, mejor conocido por el extraño pseudónimo de Conde de Lautréamont, ensalza una maldad minuciosa, enfocada sobre todo en insultar al hombre, a Dios (por haber creado a semejante basura) y a sí mismo, simple y sencillamente por formar parte de la humanidad, a través del pensamiento y accionar de Maldoror, una suerte de Ángel del Mal cuyo único objetivo en la vida es cometer los más abyectos crímenes y atrocidades.
Es un libro desconcertante como pocos, perteneciente a esa literatura “maldita” tan en boga en la segunda mitad del siglo XIX, que inaugurara poco antes Baudelaire con Las flores del mal y que más tarde continuara Rimbaud con Una temporada en el infierno, pues las blasfemias que pueblan sus líneas, entre ellas la idea de un Dios borracho que sirve de escarnio para algunos animales o incluso representado a la manera de Saturno cuando devora a sus propios hijos a dentellada silvestre, así como las sangrientas descripciones de crímenes sexuales o de sadismo hedonista cuando se trata de hacer sufrir a un niño, han logrado perturbar la imaginación de no pocos lectores a casi 150 años de haberse publicado por primera vez. Y aunque ha habido muchos otros lectores que reducen el texto de Lautrèamont al nivel de una especie de ingenuo berrinche de adolescente desengañado, contiene páginas de brutal belleza, como la estrofa dedicada al “viejo océano” o el asesinato de un marinero que trataba de sobrevivir a un naufragio, para que más tarde Maldoror pudiera acoplarse sexualmente con un enorme tiburón hembra, después de una sorda batalla en alta mar.
Además, Los cantos de Maldoror contienen también una velada autobiografía de Ducasse, que quizá sea la única forma de recordar a un poeta de cuya vida no se sabe casi nada, y lo poco que se sabe está ya teñido con las tintas de la leyenda, debido a las extrañas circunstancias que rodean su muerte, acaecida a los 24 años, en 1870, apenas un par de años después de que comenzara a publicar esta obra de la que nunca sospecharía siquiera que sería una de las influencias principales durante buena parte del siglo XX.