viernes, 17 de agosto de 2018

Todo lo que tengo lo llevo conmigo, de Herta Müller



En enero de 1945, luego de que un año antes las tropas de Iósif Stalin consiguieran derrocar al déspota aliado de Hitler, el mariscal Antonescu de Rumania, los ciudadanos de origen alemán de entre 16 y 45 años que residieran en las tierras ocupadas fueron obligados a "trabajar" en campos de concentración para ayudar de esa forma con la reconstrucción de la Unión Soviética, esto como castigo y compensación por la destrucción sufrida por varias ciudades a manos de los nazis. Pero hoy se sabe que el trabajo obligatorio de esos años en realidad fue una esclavitud no tan distinta de la que padecieron incontables mujeres y hombres a manos de los nazis, en condiciones apenas más llevaderas que las de los animales, a merced del hambre, el frío, las enfermedades, la desesperación o el simple e inevitable cansancio.

El protagonista, Leopold Auberg (que a decir de la propia Müller, está inspirado en la vida de su amigo, el poeta Oskar Pastior, con quien sostuvo incontables entrevistas y conversaciones hasta poco antes de su muerte, en 2006, y que aportó la mayor parte de los episodios narrados en la novela), de 17 años al momento del destierro, nos hace ver aquella cotidianidad mediante una mirada que deambula entre lo fúnebre, lo poético y lo inevitablemente fatalista, sobre todo porque su experiencia resulta desde el inicio doblemente amenazada: la narración comienza con una breve alusión a sus clandestinos y sórdidos encuentros homosexuales en el parque de la ciudad, que bien le pudieron haber acarreado una muerte casi seguramente vergonzosa; y también a su condición de hijo de alemanes, y por tanto, carne de destierro. 

Los capítulos son numerosos pero de breves dimensiones, y casi todos ellos cargados de una poderosa carga simbólica en cuanto a que por lo general formarán parte del martirio cotidiano: el ángel del hambre, eterno compañero de cada preso; la tipología de bichos y sus diferentes funciones (ratones, chinches, piojos, etc.); los diferentes trabajos que deberán realizar en minas, construcciones y campos; las pequeñas maldades y bondades de los personajes, que se podían volver apabullantes a causa del encierro, o las insignificancias que podían decidir la vida o la muerte a los ojos de sus guardias, que al mismo tiempo eran sus verdugos.  

Y al final el regreso al terruño, a una escuálida y siempre anhelada libertad llena de incertidumbre, porque su cotidianidad y la de su familia jamás podrán coincidir. Y lo terrible, quizás incluso más que todo lo demás: el hecho de que nadie le preguntara por su vida en el campo de concentración, el ser abandonado a la cárcel de su propia memoria, a todos esos recuerdos que sobrevolaban su mente en círculos, como los buitres; y eso sin mencionar sus inconfesables aficiones sexuales, que regresarán a pesar del matrimonio "normal" que contraerá y que nuevamente se cernirán sobre él de forma amenazadora, sobre todo por las consecuencias que le habrían acarreado en una sociedad intolerante a los senderos alternos de la sexualidad, y entonces vendrá nuevamente el exilio, Austria, en este caso por propia voluntad...

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