lunes, 25 de noviembre de 2019

Todo fluye, de Vasili Grossman



Iván Grigórievich es uno de esos presos que, tras la muerte de Stalin logra ser liberado y exonerado de sus antiguos «crímenes», de tal forma que regresa a Moscú para ir a su hogar, o al menos lo que queda de él, después de más de treinta años de haber estado preso y exiliado en distintas regiones de Siberia. Quizás la reflexión de que, pese a todo lo que ha debido padecer Iván Grigórievich, la vida ha continuado sin dar ninguna importancia a su sufrimiento, es la capa más superficial de Todo fluye, porque el verdadero propósito de Vasili Grossman pareciera ser la exploración histórica de los años en los que Rusia cayó en las manos de Lenin, pero sobre todo de Stalin —cuya vileza quedará de manifiesto en el espantoso episodio del castigo por hambruna a los ucranianos—, de quienes elabora una suerte de perfil psicológico a ras mismo de humanidad, por lo que logra explicar cómo esa combinación de personalidades agrandadas por el poder, sumada a la tradición esclava del alma rusa, y a una hipótesis con la que asegura que la violencia tiene una ley de conservación, semejante a la ley de la conservación de la energía, la cual establece que la violencia es eterna, y que «por mucho que se haga para destruirla no desaparece, no disminuye, sólo se transforma. Ahora toma la forma de la esclavitud, ahora de invasión mongola. Salta de un continente a otro, se transforma en lucha de clases y de lucha de clases en lucha de razas, ahora de la esfera material se traslada a la religiosidad medieval, ahora la emprende con la gente de color, ahora con los escritores y artistas...», todo ello dio como fatal resultado, en el caso ruso, uno de los totalitarismos más sanguinarios que han existido jamás.

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