jueves, 1 de noviembre de 2018

Paradiso, de José Lezama Lima



Antes que nada, debo reconocer que en un lapso de unos diez años hice al menos dos intentos de leer Paradiso. Ambos terminaron derrelictos alrededor de la página cien, ya que luego de analizar lo que había leído hasta el momento, me daba cuenta de que no había entendido absolutamente nada. Aun peor: no recordaba nada de lo que había leído ni siquiera en la página anterior. Como si estuviera ciego para ese libro. Pocas veces me han sucedido cosas semejantes, quizás con Crítica de la razón pura, que abandoné cuando llevaba más de dos terceras partes sin haber entendido una sola frase, o con Lógica del sentido, aunque en este caso, antes que abandonar el libro, me obstiné en terminarlo e incluso conseguí arrancarle un par de citas a Deleuze, quizás muy a su pesar. Pero en el caso de Paradiso, algo no cuadraba: me ilusionaba mucho esa prosa que en apenas un puñado de palabras cogidas al azar era capaz de articular metáforas insólitas, monumentales, o incluso capaces de dejar estupefacto al lector con el extraño desfile de imágenes y analogías. Pero entonces, ¿por qué no se me quedaba nada, no digamos ya de algún capítulo, sino al menos de lo que había leído en la página anterior? Ya no era tan joven ni tan impaciente como la primera vez que lo había intentado. Me gustaba pensar que incluso había llegado a ese punto en el que uno suele disfrutar más concienzudamente de la literatura. Pero este libro no me dejaba. No se dejaba. O quizás yo no podía. Como si aún no fuera mi momento. Y así se quedó durante otros cuatro o cinco años, como una asignatura pendiente, una obsesión que dormía crepitando en mi librero.
 
La tercera vez que abrí el libro, la más natural de las tres, si acaso cabe decirlo así, por fin Paradiso me dejó entrar en la compleja urdimbre de su prosa. Las palabras eran ahora instrumentos precisos para representar y simbolizar la historia en la mente, en la imaginación. La escena nocturna del inicio: el pequeño José Cemí padece la fiebre producida por la ponzoña de algún bicho, pero además lo vemos con otro padecimiento que jamás lo abandonará: el asma. Y vi que pese a su aparente debilidad —motivo de vergüenza en ciertos momentos para su padre, el coronel José Eugenio Cemí—, esconde una extraña fortaleza, un «ritmo hesicástico», porque quizás esa disposición natural habrá de contribuir a su elevación como poeta, algo que presiente durante toda la novela.

Poco a poco entreví los elementos de su estructura. La novela consta de tres vertientes temáticas, repartidas en quince capítulos. En la primera, se ve sobre todo el origen de la familia criolla Cemí-Olaya, las raíces vascas, la orfandad y el ascenso en la carrera militar del joven José Eugenio Cemí, las tragedias que ocurrieron a los hermanos de Rialta, a uno cuando era una joven promesa del piano; al otro en una noche de juerga, y un enfoque en Rialta y su decoroso noviazgo con José Eugenio, que culminará con su matrimonio. Sin embargo, contagiado de una influenza que asolaba a todo el mundo, el coronel morirá a los treinta años en total soledad, no sin antes pedir a un tal Oppiano Licario que avise a su familia de su muerte, y si pudiera, que funja como guía. Así entonces la familia, la infancia de Violante y José, la huella de Oppiano Licario.

En la segunda parte Lezama Lima se vale de los elementos de las bildungsroman, y así seguiremos los pasos de un José Cemí adolescente en su entorno estudiantil hasta su ingreso a la universidad. Fronesis y Foción encarnarán las vertientes de la experiencia, el conocimiento y el despertar de una sexualidad con mucho de perversidad. De hecho, ésta última tendrá un curioso e intenso apartado en las picarescas aventuras de Farrulaque, un adolescente de miembro descomunal que servirá para que una extraña cadena de personajes femeninos y masculinos obtengan variopintos placeres, lo cual dejará una sensación ambigua y neblinosa en la novela. 

Finalmente la tercera parte. La eclosión. Una vez que Cemí se separa de Foción y Fronesis, cuando llega (¿involuntariamente?), en una noche bañada en elementos oníricos, al encuentro postrero con Oppiano Licario, quien yace con su muerte recién estrenada entre palabras escritas que serán la puerta hacia el nacimiento poético de José Cemí, por lo que más que un cierre, la última frase de la novela “ritmo hesicástico, podemos empezar” es en realidad el inicio de lo que Cemí percibe como verdadero en el frío de aquella madrugada.

Cierro mencionando un par de cosas que me llamaron la atención: los episodios narrados pueden ser sumamente triviales en cuanto a lo anecdótico, al final no es más que la historia de una familia de criollos en Cuba desde mediados del siglo XIX hasta las primeras décadas del siglo XX, sin embargo, el denso lenguaje que emplea Lezama Lima la dota de una eléctrica y pesada carga simbólica, casi como asistir a la creación de un arquetipo; y esto me lleva al estilo de Lezama Lima, lleno de farragosas e inesperadas metáforas, las cuales en ocasiones fulguran su significado salvajemente, y entonces la lectura es un tener carbones ardiendo en las manos en medio de la oscuridad... 

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