Paso la última, febril página, de este libro engañosamente corto, y aún no sé qué acabo de leer. ¿Es una autobiografía? No exactamente. No hay nombres ni lugares reconocibles. No hay personajes en un sentido estricto, ni siquiera lo que comúnmente conocemos como «situaciones dramáticas». Y sin embargo, tampoco puede afirmarse lo contrario, tan cercanos y al mismo tiempo, tan paradójicamente nuevos son los caminos hacia las profundidades más oscuras del alma, alma que Manganelli pareciera ir desnudando entre, al menos es la impresión que por momentos me causó, risotadas desamparadas, lo cual los vuelve, en caso de ser verdaderamente episodios autobiográficos, tenebrosamente melancólicos, en particular porque se refieren a lo experimentado en el plano de las emociones... ¿O tal vez son las confesiones más secretas de un agradable y elocuente misántropo? Podría ser, aunque el lenguaje siempre las vuelve más terribles y humorísticas de lo que probablemente serían si, en efecto, de unas simples confesiones se tratara, porque lo que se confiesa no es este o aquel pecado, sino la estructura y disposición del alma en el momento en que el pecado trenzó una cadena de pensamientos y sucesos y, de alguna misteriosa forma, articuló su metafísico significado... O quizás simplemente, como sugiere Italo Calvino, con evidente deslumbramiento por el eficaz y turbador artificio, este texto es un espectáculo representado en una construcción arquitectónica llena de dramáticos eclecticismos, en el que el lenguaje es tanto el protagonista como el escenario, la prestidigitación, la acrobacia, la propia construcción arquitectónica, la máscara y la verdad aún palpitante de una tragedia que busca, por todos lo medios, exorcizar los demonios que llevaron a una vida —que de otra manera no habría tenido mayor importancia— hacia los heroicos y lastimeros senderos de su propia derrota.
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