En 1884 el doctor Daniel Paul Schreber padeció una profunda hipocondría, misma que lo orilló a internarse en la clínica de la Universidad de Leipzig, la cual estaba a cargo del doctor Flechsig. Pasado un año de tratamiento con resultados inmejorables, obtuvo su alta y se reintegró a su vida común con su esposa y a un frenético día a día laboral. Su esposa, sumamente agradecida con el doctor Flechsig por haber logrado regresarle a su marido, coloca un retrato suyo sobre la mesa de trabajo de éste, quien lo vería día a día, cotidianamente, durante casi diez años.
Ese mismo tiempo significará ciertas satisfacciones profesionales para Schreber: a finales de 1893 su carrera llega a un pináculo al ser nombrado Presidente de la Sala en la Corte de Apelaciones de Dresde, un gran salto en su carrera y en su posición social. Sin embargo, con su nuevo puesto la carga de trabajo se le multiplica, y una serie de factores se aglomeran en su ánimo: comienza a tener sueños angustiosos en los que su antiguo mal le regresa. A decir de sí mismo, la poderosa angustia de los sueños era sustituida por un poderoso alivio al despertar y comprobar que nada de ello era cierto en realidad. No obstante, un día despierta con la convicción «a flor de piel» de que sería delicioso ser una mujer sometida al coito. Queda horrorizado. Comienza a padecer insomnios pertinaces. Y, junto con su mujer, decide que será mejor regresar con el doctor Flechsig, quien tan bien había curado sus males anteriormente.
Durante esa segunda estadía, las cosas se complican con Schreber: sucumbe a la angustia, al insomnio, pero sobre todo a los delirios. En primera instancia debe escapar a la conspiración de Flechsig, quien busca aniquilar su alma y dejarla inservible para Dios. Es constantemente acometido por cientos de voces de almas muertas que le susurran incesantemente, ya sea sirviéndose del viento o de distintos animales, quienes repiten lo que escuchan sin meditarlo en apariencia. En ocasiones toman la forma de hombrecillos minúsculos que le «llueven» en el cráneo o le procuran un sinnúmero de torturas corporales, como sustraerle órganos vitales o hacerlo aullar incontrolablemente para acallar algún tanto sus voces. Varias veces intenta suicidarse para escapar de las voces.
Pero mientras las padece, Schreber también analiza todas esas revelaciones con su ojo racional de juez. Ha visto la dinámica de las almas y no duda en describirla: habitan en los nervios del cuerpo humano, conductos innumerables y más delgados que los cabellos; su conexión con Dios mediante los rayos que éste emite por sí mismo o a través de su representante: el Sol, explica con gran detalle los diferentes mecanismos que estructuran su teología, como el hecho sustancial de que Dios sólo puede vincularse con las almas de los muertos, mientras que los vivos que logran, como él, Schreber, una sensibilidad especial de los nervios y de su conexión directa con Dios, pueden poner en peligro su inmortal existencia mediante una especie de fuerza de atracción de los nervios divinos.
Poco a poco llega a la conclusión de que todos aquellos «milagros» que le ocurren cotidianamente servirán para que él pueda salvar el mundo y devolverle la santidad perdida. Pero esto solo podrá hacerse realidad mediante su propia emasculación, paso inevitable que deberá superar para convertirse en la mujer destinada a repoblar la raza humana, ya que, según ha comprobado, la humanidad ha sido exterminada, y aunque abundan los seres engañosos, «hechos a la ligera», en verdad sólo queda él, con su excepcional posición dentro del universo, frente a frente con Dios, así como la certeza de su próxima unión, certeza que dominará todo su sentir y pensar, e influirá hasta su muerte en su juicio acerca de los hombres y las cosas...
No hay otra manera de definirlo: Memorias de un enfermo de nervios es un libro que posee la extraña cualidad de arrinconar al lector hacia un estado de estupor constante, en el que es capaz de presenciar, no sin un inconfesable escalofrío de inquietud, una batalla de dimensiones cósmicas que llevará a la salvación y purificación del mundo, y sólo muy tarde se percata de que asiste a la pirotecnia egocéntrica de un demente, a los delirios de un paranoico, no digamos ya de grandeza, sino de divinidad. Y apenas terminar de leerlo se puede comprender enseguida la importancia que ha tenido este libro en varias vertientes del conocimiento, tal como han mostrado Freud, Canetti, Calasso (cuyos textos están incluidos en la edición de Sexto Piso), además de Jung, Deleuze, Guattari, entre muchos otros que lo han usado como punto de partida (o de llegada) para diferentes reflexiones acerca de ciertas alienaciones morbosas que acechan dentro de las sociedades desde tiempos inmemoriales.
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