martes, 30 de junio de 2009

El zarco, de Ignacio Manuel Altamirano



Sinopsis de El zarco y crítica del estilo de Ignacio Manuel Altamirano


Nunca fue un tema nuevo en la literatura: allí está el apuesto bandido cuyo sólo nombre siembra el pánico entre la población; la doncella, ávida de aventuras plagadas de peligro y tiernas escenas amorosas; la madre, siempre preocupada en buscar lo mejor para su hija; el héroe, fulgurando a lo largo de la trama con ese porte viril e intachable, dispuesto a hacer el bien a cualquier costo; y por último, la muchacha que verdaderamente ama, no tan espectacular como la primera, pero a cambio resulta ser un cuenco rebosante de virtudes.

Y sin embargo, Ignacio Manuel Altamirano no sigue al pie de la letra el lugar común de la anécdota: es un buen punto de partida, pero también es menester sobrepasarlo, adaptar la aparente sencillez de la estructura a una realidad histórica, inmediata, cotidiana. Es entonces cuando los personajes adquieren volumen, exceden los moldes del estereotipo y entran en situaciones inesperadas. Así, por ejemplo, Manuela, la joven de belleza deslumbrante, aquélla que resalta desde el principio por su aparente fortaleza de carácter y, porque además, al ser conciente de las alabanzas que genera su belleza entre la sociedad, adquiere un aire de orgullo y satisfacción consigo misma, y resulta, por tanto, capaz de rechazar a todos los pretendientes de Yautepec sin el menor reparo, concediendo en cambio sus favores al bandido más temible de la región.

Quizá en un principio, a pesar de esa inquietante antipatía que provoca el personaje de Manuela, se da por sentado que recibirá una valiosa enseñanza moral que, a final de cuentas, terminará regresándola por la senda de la virtud, como acaeciera en otros tiempos con la parábola del hijo pródigo. Nada más alejado del pensamiento del autor, porque para él será necesario que la muchacha afronte la responsabilidad de sus deseos hasta las últimas consecuencias, sin considerar demasiado el hecho de que sea tan sólo una mujer víctima de su propia imaginación, pues Manuela cree ingenuamente que en sus amoríos ilícitos con el Zarco habrá un colorido romántico incluso en las aventuras más fútiles:

Su fantasía de mujer enamorada e inexperta le representaba la existencia en que iba a entrar como una existencia de aventuras, peligrosas, es verdad, pero divertidas, romancescas, originales, fuertemente atractivas para un carácter como el suyo, irregular, violento y ambicioso.

Al llegar a Xochimancas (la guarida de los “plateados”), después de una fuga indecorosa que dejará como saldo la agonía de su madre y el rápido desamor de Nicolás, Manuela chocará de frente contra algo oscuro, repugnante, inesperado; es decir, chocará contra la híspida realidad. Sus fantasías se deshilacharán como la niebla con un viento fuerte, y entonces examinará a su amante desde un ángulo ignoto hasta entonces: desde el desprecio generado por la cobardía y el cinismo del Zarco.

No se puede afirmar, sin embargo, que Manuela no haya tenido la oportunidad de reivindicarse antes de caer hasta la sima descrita por el autor: ahí está el momento en que descubre la sangre en los obsequios del Zarco, y aunque en ese instante se vislumbra una ligera lucha entre sus escrúpulos, al final vence la codicia, pues aquella sangre es una consecuencia abstracta e impersonal del oficio de su amante. Existe todavía una segunda oportunidad para que Manuela pueda recuperar su vida en la sociedad: cuando el Zarco es derrotado por Nicolás en una batalla entre los “plateados” y las huestes de Martín Sánchez Chagollán, hay un instante de hesitación; empero, acometida por la vergüenza que le provoca la vista de la bella imagen de Nicolás, decide permanecer en su propio infierno, fascinada por su propia perdición. La muerte de Manuela, resultado de una súbita locura propiciada por la visión de la muerte del Zarco, es tal vez la parte menos verosímil del personaje, posible consecuencia de la necesidad del escritor de terminar la historia.

Otro de los personajes principales en la historia es el Zarco, uno de los cabecillas de los “plateados”, quien se distingue por su crueldad, su cobardía y su cinismo, así como por su gallarda figura, fundamental para la conquista de Manuela: cabellera blonda, ojos azules, amplitud de espalda, en fin, un mozo capaz de llamar la atención de cualquier doncella.

No obstante, el Zarco es un ser primitivo: está encarcelado en los placeres que el cuerpo le provee y es capaz de hacer cualquier cosa cuando esos placeres se convierten en necesidades; desde temprana edad es dominado por la codicia y la envidia, las cuales encausa hacia todo aquél que pueda tener un trabajo honrado que le rinda frutos. Y a ese paso, no tarda mucho en liarse con los enjambres de malhechores que comenzaban a asolar el centro del país en aquel entonces, ganando una temible reputación gracias a su ya mencionada crueldad.

Es la contraparte perfecta de Nicolás, pues mientras éste es reconocido en Yautepec por su honestidad y su valentía, aquél provoca el pavor, incluso de las autoridades, con la sola mención de su nombre; en Nicolás se aprecia la austeridad de su vestimenta, mientras que el Zarco, como todo “plateado”, ostenta groseramente el fruto abyecto de sus crímenes; Nicolás es un indio moreno, sin una pizca de belleza física, pero con un alma bondadosa y llena de dignidad; el Zarco, por el contrario, es apuesto y gallardo, pero en su interior sólo hay carroña y miasmas hediondas en el lugar donde debía estar el alma; y a final de cuentas, sin embargo, ambos convergen en un mismo punto: el amor de Manuela, mismo que no hará sino incrementar el odio profesado por el Zarco hacia Nicolás.

Es evidente que existe una apología enfocada hacia Nicolás y hacia Pilar, los arquetipos de la honestidad, la abnegación y la bondad, según los modelos de Ignacio Manuel Altamirano; pero la presencia plana (si tomamos en cuenta el punto de vista estético) de esos personajes se explica por el contexto histórico e ideológico del autor: durante buena parte del siglo XIX, el país ha estado convulso por las inacabables guerras civiles (eso sin mencionar las intervenciones extranjeras, con los resultados que todos conocemos) y hacen falta nuevos modelos éticos para la nación que apenas se gesta. La literatura, para Altamirano, no debe ser únicamente el recuento de historias con cierta técnica narrativa, debe implicar, además, un rol didáctico para la sociedad, una moral fácilmente aprehensible, tal como lo señala Platón cuando pone en boca de Sócrates su propia concepción a cerca de las artes, sobre todo cuando menciona los cánones que deben seguir los poetas en su papel dentro de la sociedad.[1]

Otro rasgo digno de mención, es la búsqueda de una identidad que se apegue más a la realidad mexicana: los indios ya no son evocaciones ciegas, románticas y europeizadas, como algunas que se habían intentado con anterioridad; con Ignacio Manuel Altamirano el mundo indígena ya resulta más realista, más tangible, si bien su tendencia moralizadora exagera un poco el peso de sus virtudes como en el caso de Nicolás.

Finalmente, en cuanto al lenguaje, hay un vicio casi patológico en el empleo de los gerundios, y también se nota un exceso en el uso, sobre todo, de dos palabras: horror y terror. Sin embargo, se advierte asimismo una afición por la fluidez de la anécdota, sin complejos tecnicismos que dificulten su lectura entre la sociedad menos letrada, factor al que contribuye también su pleno conocimiento de una de las principales herramientas al servicio de la literatura: la metáfora.

[1] Platón, La republica, Edimat. España, 1998.