Todo parte de una curiosa coincidencia: en los mismos días en que el narrador de este texto —tal vez un ficcional Thomas Bernhard, aunque nunca estaremos del todo seguros— reposa en un hospital, en el pabellón dedicado a los enfermos de pulmón, su amigo Paul, sobrino del legendario filósofo Ludwig Wittgenstein, reposa a su vez en el pabellón que alberga a los enfermos mentales, llamado además como su tío, es decir, pabellón Ludwig. O tal vez no exista ninguna coincidencia, tal como sospecha el propio narrador, ya que pareciera que desde el principio de los tiempos sería así: ambos amigos capaces de comprenderse mutuamente casi desde el momento mismo en que se conocieron, gracias a una amiga en común, y uno además condenado a la locura por enfrentarse de repente contra todos; mientras que el otro está condenado a la tuberculosis por exactamente la misma razón, y aunque se encuentran durante los mismos días, nada parece más natural, ya que la vida, en medio de sus señales muchas veces equívocas, urde de tal manera los acontecimientos de uno y otro que, sin acuerdo previo, enlazan sus existencias dibujando una especie de juego de espejos. Pero ese encuentro, que en varios momentos atraviesa las nebulosas fronteras del absurdo, es apenas el proemio a una elegía dedicada no sólo al sobrino del eminente filósofo, con quien compartía el total rechazo de su aristocrática familia, uno por filósofo desvergonzado, el otro por loco desvergonzado, sino al exquisito amigo que, poseyendo la misma y extravagante genialidad del tío, la expresaba de una forma poco apta para ser recordada por las generaciones venideras, es decir, más que plasmarla con palabras que formarían frases, y éstas a su vez pensamientos que tal vez articularían originalísimos libros, la dejaba en estado ígneo e inaprensible durante el día a día, sobre todo al hablar sobre música con una lucidez que muy pocos podían ostentar, o al desposeer de su ramplona solemnidad a cualquier acto oficial —como en el momento en que ese hipotético Bernhard recibe un dudoso premio nacional de literatura y una explosiva carcajada de Paul resuena en el recinto, lleno de burócratas que jamás han leído un solo texto del «escritorcete» al cual están laureando—, de tal suerte que toda esa genialidad se perdería cuando su propia existencia se exiliara al fin de entre los vivos, tal como en efecto sucede. ¿Y no es acaso esta elegía de Bernhard una forma de evitar que ese ser singular de su querido Paul se pierda para siempre? Incluso cuando la narración se vuelve una dolorosa confesión, en el momento en que Paul está más cerca que nunca de la muerte y de una locura «total», y el propio Bernhard se aleja de él por eso mismo, por recordarle con cualquier pequeño gesto de su cada vez más apagada existencia esa espantosa cercanía con la muerte, de la cual busca alejarse quizás hasta que le llegue su propio turno, ya no tan lejano, si somos fieles a la verdad, y sin tener que forzarse a sí mismo a ser testigo del inevitable patetismo que Paul, sabedor de su propio declive, y asimismo incapaz de dirigirse a otra dirección que no sea la de su propia muerte... El caso es que una vez finalizado El sobrino de Wittgenstein, o más bien, durante su deliciosa lectura, me doy cuenta de que Thomas Bernhard no deja de sorprenderme cada vez que leo algún texto suyo, en este caso un monólogo delirante en el que cabe perfectamente el humor, la amistad, la locura, la traición, una breve metafísica de la enfermedad —y su natural desembocadura en la muerte— e inclusive varias referencias autobiográficas, todo ello comprimido en apenas un puñado de páginas que, empero, guardan una profundidad abismal, oceánica. Para acabar pronto: una hermosura de libro.
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